29 de mayo de 2011

¿Hemos ganado las derechas o las izquierdas?

PRIMERAS HORAS de la tarde del domingo, 29 de mayo de 2011. Casi una semana después de que empezara el recuento de votos tras las elecciones municipales y autonómicas del 22 de mayo. Rememoro rápidamente mis sensaciones en aquella noche en que, gracias a las benditas y nuevas tecnologías, íbamos conociendo los resultados al mismo tiempo que se producían. Y sin más propósito que el de dejar constancia de lo que pasó por mi cabeza en aquellas horas, sin pretensión de sacar conclusión alguna, destaco tres momentos sucesivos de los que viví.

El primero se produjo cuando, avanzado suficientemente el escrutinio, comprobé que, a diferencia de lo ocurrido tantas otras veces, mi voto iba a entrar el reparto de escaños. Limitaciones electorales antidemocráticas acordadas por los dos mayores partidos de la región (bien es cierto que cuando los encabezan personajes que apenas pinta algo ahora) no iban a impedir, en esta ocasión, que dos más dos sumaran cuatro.


El segundo momento, inquietante para mí –seguro que euforizante para mucha gente– se produjo cuando, contados buena parte de los votos, el Partido Popular alcanzaba 33 escaños en la Asamblea de Extremadura; es decir, la mayoría absoluta. Los peores augurios (los mejores para otros, repito) estaban a punto de confirmarse.

Por fin, cercana la medianoche, llegó el momento culminante. Recontado casi el total de los votos y correspondiendo 30 escaños al PSOE y 3 a Izquierda Unida (más numerosos, pues, que los 32 obtenidos por el PP), los malos augurios resultaron fallidos. La izquierda, por heterogéneas e incluso enfrentadas que en ocasiones sean sus componentes, había terminado imponiéndose.

Esos son los hechos. Lo demás corresponde al terreno de las opiniones. Todas son libres, todas tienen su peso. El tiempo del caudillismo, en cualquier caso, pertenece al pasado.

28 de mayo de 2011

El difícil voto de IU

EL CENSO electoral en Extremadura lo forman más de 900.000 personas. En el supuesto, más teórico que probable, de que en unos comicios regionales votaran todos los censados, un partido que alcanzara justo 45.000 votos no ocuparía ni uno solo de los 65 escaños de la Asamblea. Ello en virtud de la norma propiciada por el PSOE que exige un mínimo del 5% de votos para participar en el reparto y que, como se sabe, dejó fuera del parlamento regional en la pasada legislatura a Izquierda Unida.

Lo anterior ayuda a entender que a los nuevos diputados de esta formación les resulte difícil prestar el apoyo que Fernández Vara necesita para seguir ocupando la presidencia de la Junta. Como ayudan a entenderlo muchos otros motivos: Leyes acordadas entre el PSOE y el PP (la de Educación, por ejemplo) de claro sesgo conservador, incumplimiento por parte de los socialistas de pactos municipales en virtud de los cuales ocuparon importantes alcaldías, modificación de planes de urbanismo al dictado de intereses particulares... Argumentos no faltan, pues, a quienes defienden que IU no debiera apoyar la investidura de Fernández Vara.


Pero el problema, como todo el mundo sabe, es que no apoyar a Vara supone apoyar a Monago, cuya moderación personal no se discute, pero que encabeza en nuestra región un partido situado a «la derecha de la derecha». Un partido que habrá sido el más votado en Extremadura, pero al que no ha apoyado la mayoría de los votantes. Un partido que se opone a muchos avances sociales de los últimos años, un partido que hubiera dejado sin voz a los más de 300.000 votantes de Bildu, que propugna la privatización o el copago de servicios públicos básicos, que se opone firmemente a la separación entre Iglesia y Estado... Un partido, en fin, capaz de tener a Mayor Oreja entre sus dirigentes.

De modo que, aun entendiendo la dificultad del dilema, para mí, y supongo que para muchos otros de sus votantes (de cuya opinión, evidentemente, no puedo hacerme intérprete), el que Izquierda Unida facilitara el acceso del PP al gobierno de Extremadura constituiría una profunda decepción. Aunque se llegara a ello tras una consulta entre sus afiliados. ¿Es que la situación actual no estaba entre las barajadas antes de las elecciones? Que los votos de IU fueran determinantes para decidir el color de la Junta era un objetivo de la coalición. Logrado éste, me cuesta trabajo admitir que no se tuviera respuesta para tal supuesto.

25 de mayo de 2011

Mi opinión como votante de IU

Ya he tenido ocasión de mencionar recientemente en este periódico la falta de fundamento que, a mi juicio, tienen expresiones como «los extremeños han querido que el PP gobierne en nuestra región» (lo dijo Monago) o «los extremeños han querido que sea IU quien decida quién ocupa la presidencia de la Junta» (Vara). Disculpará el lector que haya puesto comillas a lo que quizás no sean citas estrictamente literales, aunque sí recojan lo fundamental: que sus autores pretenden atribuir una única voluntad a los cientos de miles de ciudadanos que emitieron su voto el pasado día 22. Voto que, digo yo, se lo entregarían a este o aquel partido por razones tan numerosas como votantes hubo. Porque a lo sumo podríamos estar de acuerdo en que quienes votaron al PP (una buena parte, pero no la mayoría del censo) lo hicieron con la intención de que Monago presidiera la Junta y quienes lo hicieron al PSOE para que la presidiera Vara, pero ¿qué pretendieron los votantes de izquierda Unida cuyo voto, por cierto, adquirió una trascendencia nunca antes vista? A saber. Pocos de esos votantes, creo yo, se imaginarían cuán trascendentes iban a ser sus papeletas. Cuán útiles.

Yo he sido votante de Izquierda Unida. Como otros 37 095 extremeños. Y tengo mi opinión sobre lo que debiera hacer esa coalición. Como la tendrá el resto de quienes cogieron la misma papeleta que yo. Las habrá de todo tipo. Por eso hay que reconocer que la situación en que se hallan los tres diputados de esa agrupación es peliaguda.
Pocos de esos 37 096 electores entenderíamos, creo yo, que el PP se hiciera con la presidencia de la Junta gracias a «pasividad» alguna. En ese punto solo cabría (me cabría a mí, insisto) entender la ambigüedad de Escobar en las últimos días como una lícita forma de dar a su voto el valor que verdaderamente tiene. Descartado, pues, por quienes así pensamos que IU permita que la «derecha de la derecha» dirija nuestra Comunidad durante los próximos cuatro años (en los que, además, pocos dudan que Rajoy se instalará en la Moncloa), la única opción que queda es la de que los tres diputados de izquierdas faciliten, de la única forma posible: activamente, la investidura de Vara. Sin que ello signifique que se arrojen al mar lo que más que pelillos (leyes acordadas por el PSOE con el PP, como la de Educación, de claro sesgo derechista, incumplimientos de pactos municipales, normativa electoral injusta) han sido en pasadas legislatutas gruesas maromas indigestibles hasta por los tiburones. O sea: apoyo en la investidura, sí, pero, posteriormente, continuo control desde fuera de él al nuevo gobierno, contribuyendo si alguna vez la ocasión lo requiriese a dejarlo en minoría...

Un contertulio (y no de los peores) que abundan en las noches de la TDT daba por hecho ayer que IU apoyaría a Vara porque «al final, un par de buenas consejerías resolverán el asunto». Eso es tener una idea mezquina e inmerecida de gente que a lo largo de los años, casi en la clandestinidad, luchando contra el aparato de los dos grandes partidos, no ha renunciado a sus principios. Hubiera estado más atinado el comentarista, creo yo, si hubiera dicho que IU apoyará a Vara porque quien es realista sabe que es mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer. Y, no digamos nada, lo malo conocido que lo peor fácilmente imaginable.

24 de mayo de 2011

¿Puede querer algo Extremadura?

HAY EXPRESIONES en el mundo de la política que pese a su futilidad hacen fortuna y se extienden como la mala hierba. Algunas son fruto de un día, pero otras se instalan en el lenguaje de forma tan sibilina que, sin darnos cuenta de la falacia que encierran, pasamos a considerarlas verdades irrefutables. En épocas pre o poselectorales el fenómeno adquiere dimensiones alarmantes.

Les pongo un ejemplo: ¿Se han encontrado ustedes en la calle esta mañana, o ayer por la tarde, a Extremadura? ¿Les ha saludado? Quizás ustedes no, pero quien por lo visto sí ha debido encontrársela es Monago, el victorioso líder del PP regional. Según él, «Extremadura quiere un gobierno del PP». Ya digo, supongo que lo afirmará porque Extremadura se lo haya dicho en persona. Yo, pongamos por caso, a lo más que me atrevería sería a decir que un 35% de extremeños han dado su voto en las últimas elecciones al PP (supongo que por una gran variedad de razones), lo que ha permitido que a este partido le correspondan 32 escaños en un parlamento de 65.
 

No quisiera que estas líneas fueran interpretadas por nadie como un inútil intento de negar la evidencia: que el PP ha sido el partido que más votos ha obtenido en Extremadura y que su victoria en ciudades como Cáceres o Badajoz ha sido un éxito incontestable y difícilmente repetible en el futuro, por él mismo o por cualquier otro partido. Lo que quiero decir es que, si es difícil precisar las razones que a cada uno de los electores le llevan a votar al partido A o al B, pretender conocer el inexistente pensamiento colectivo de cientos de miles de personas es propósito imposible.

Porque, claro, si, a efectos exclusivamente dialécticos, aceptásemos que Monago tiene razón cuando afirma que Extremadura piensa tal o cual cosa, entonces, basándonos en que ha votado el 76% del censo y, de este porcentaje, lo ha hecho al PP el 46%, entonces también podríamos afirmar que solo uno de cada tres extremeños, aproximadamente, quiere que gobierne el PP. Sería una interpretación tendenciosa de lo ocurrido.

En fin, no neguemos el laurel al vencedor, reconozcamos su legítimo derecho a la euforia, aceptemos que ha ganado en buena lid, pero permanezcamos vigilantes para que en la vorágine de estos días no nos hagan comulgar, ni unos ni otros, con ruedas de molino.

21 de mayo de 2011

Prohibición sin sentido

HE DE CONFESAR que me resulta complicado orientar esta columna tras las últimas decisiones de las juntas electorales, especialmente la Central, prohibiendo todo tipo de manifestaciones políticas durante los días de hoy, en la llamada jornada de reflexión, y mañana. Me resulta difícil porque a la vista de la restrictiva interpretación que dichos órganos han hecho de las normas vigentes, el simple hecho de pedir hoy más democracia o más vías para la participación política puede considerarse una grave transgresión de la ley.

Las movilizaciones que se están produciendo en nuestro país en los últimos días hubieran sido imposibles sin dos ingredientes: el primero, el enorme descontento existente entre mucha gente, no exclusivamente joven, que ve que su situación laboral y familiar empeora día tras día sin que nadie parezca ponerle remedio. Los políticos, con independencia de su color, están cada vez más desprestigiados y las instituciones supuestamente representativas de la ciudadanía cada vez parecen más alejadas de ella.


Pero, además, el éxito de estas protestas, convertidas en noticia de carácter internacional, no hubiera sido posible sin la existencia de las llamadas redes sociales que, en Internet, se muestran cada vez más como un poderosísimo medio, difícilmente controlable por los poderes públicos, de comunicación, convocatoria de protestas...

Hubo un tiempo en que quizá tuvo sentido instituir esto que llamamos jornada de reflexión, pero pienso que se trata de un invento cuyo mejor destino sería uno de esos museos que reúnen máquinas ya obsoletas. Por una parte, porque la restricción de algunas libertades en este día trata a la ciudadanía como a un conjunto de bebés que pudieran ver interrumpido su plácido sueño reflexivo si alguien tosiera cerca de ellos. Y, por otra, porque los medios tecnológicos actuales hacen imposible impedir que la gente pegue cuando quiera, en los nuevos muros virtuales, tantos carteles como desee.

Quien no entienda estas cosas e intente poner puertas al campo, quien crea que puede cerrarse la boca de los miles de españoles que civilizada y democráticamente están planteando reivindicaciones muy justas, será o no miembro de alguna junta electoral; será o no magistrado o catedrático. Pero como no se someta a una urgente adaptación a la realidad correrá el riesgo de que los ciudadanos le muestren, antes pronto que tarde, el camino de la chatarrería.

15 de mayo de 2011

Aguas turbulentas

«If you need a friend / I'm sailing right behind / Like a bridge over troubled water» (Si necesitas un amigo / Yo navego tras de ti / Como un puente sobre aguas turbulentas).

No sé si el concejal del PP que, ignorando la disciplina de partido, votó el pasado viernes a favor de la adjudicación del servicio del agua de Cáceres a la empresa Acciona sería en su juventud fan de Simon y Garfunkel, los formidables cantautores americanos que conocieron su esplendor en los años setenta del siglo pasado. No lo sé, pero seguro que conocía esa estrofa de la inolvidable Bridge Over Troubled Water (Puente sobre aguas turbulentas), que él habrá entonado en los obsequiosos oídos de la alcaldesa de Cáceres antes del pleno del Ayuntamiento en el que, gracias a su apoyo, el grupo del PSOE logró que prosperara su propuesta relativa a ese negocio. ¡Qué magnífica novela hubiera escrito sobre este asunto, de no haber muerto hace años, Dashiell Hammett, que tanto se inspiró en la corrupción imperante en su época para alumbrar maravillosos relatos de la serie negra!


En España tenemos un pésimo sistema electoral en el que las listas cerradas y bloqueadas impiden que cada elector elija a los candidatos que considere más apropiados para cada puesto, viéndose obligado a votar en bloque a todos los pertenecientes a un mismo partido. Al hacerlo así, y al margen de su ideología, da por descontado que todos los integrantes de la lista en la que él confíe seguirán disciplinadamente el sentido de voto que la dirección de su partido les marque en cada momento. Nadie es diputado o concejal por su cara bonita, sino por haber aparecido en determinada papeleta. Por ello, cuando un concejal o un diputado vota en sentido contrario al que su partido haya acordado, lo que comete, antes que nada, es una traición a los electores, que no le dieron su confianza a él, sino al partido en cuyas listas aparecía.

Pero en asunto tan turbio como este del agua cacereña no solamente merece un juicio muy severo quien alegando razones de conciencia (muy respetables si hubieran conducido a la dimisión) rompe la disciplina de voto y se pasa al bando contrario. Lo merecen tanto o más que él, que el tránsfuga, quienes aceptan su voto espurio, sobre cuyas motivaciones la gente será libre de opinar como quiera.

En el penoso culebrón del agua de Cáceres hay dos partidos que, aunque por causas bien distintas, pueden considerarse moralmente ganadores. O coherentes. No necesito escribir sus siglas. Que cada cacereño, a una semana de las elecciones, y pese a que las razones de índole ética coticen a la baja, saque las consecuencias pertinentes.

14 de mayo de 2011

Eslóganes sin alma

TIENE TODA la razón del mundo el presidente del Tribunal Constitucional, Pascual Sala, cuando pide que las críticas a los magistrados que acordaron la legalidad de Bildu no se basen en «arquetipos, frases hechas ni convicciones previas». Lo hizo después de lamentar el cariz de determinados ataques contra dichos jueces, a los que algún canal del TDT Party llegó a mostrar en fotos semejantes a las se utilizan en las fichas de los delincuentes. Soy incapaz de imaginar, por cierto, qué hubiera ocurrido si tras el primer dictamen, el del Tribunal Supremo, algún disconforme con él hubiera denigrado a sus firmantes con calificativos tan solo la mitad de injuriosos que los usados ahora contra los miembros del Constitucional.

Pero, volviendo a las palabras de Sala, es incontestable que en las disputas de carácter político se recurre con exceso a arquetipos y prejuicios. Es más cómodo echar mano del tópico y las consignas que buscar argumentos adecuados a las circunstancias de cada caso. Se descalifica al adversario adjudicándole de antemano la etiqueta que más conviene y con eso parece ser suficiente.


Semejante comportamiento –argumentar con lugares comunes, usar frases hechas, no escuchar al interlocutor– llega al paroxismo en estos días de campaña electoral; en los que, además, salvo ruidosas excepciones, se acentúa la vaguedad del discurso. Se teme asustar al elector indeciso. Oí recientemente a un candidato extremeño recitar en la radio unos eslóganes. Enseguida supe de quién se trataba. Pero por la voz, que me resultó conocida, no por el contenido de sus palabras. Enunciaba tales simplezas, declaraba propósitos tan generales, que su discurso podría haber sido suscrito por cualquiera.

No se trata de pedir a cada candidato unas dotes oratorias de las que carecen incluso la mayoría de los dirigentes de los partidos, pero sería de agradecer que pusieran un poquito más de pasión en lo que ofrecen, en lo que prometen. Entiendo que a quien se ve obligado a repetir cansino «Extremadura puede más» o «lo primero, el empleo» le resulte difícil hacerlo con entusiasmo, pero algunos merecerían más nuestro voto si hablaran con voz propia, reconocible no por su tono, sino por lo que transmita.

7 de mayo de 2011

Finalmente, imperó la cordura

SOY DE QUIENES creen que la inmensa mayoría de militantes, dirigentes incluidos, del PSOE eran partidarios de la legalización de Sortu, el nuevo partido de la izquierda nacionalista vasca, y, en su defecto, de la de Bildu, la coalición electoral formada, junto a ellos, por otros dos partidos de indiscutible carácter democrático. No me imagino que la mayoría de los socialistas, cuyo secretario general, Zapatero, manifestara hace no mucho que Otegi era un hombre de paz, pueda hallarse más próxima a los ultraderechistas que afirman que todo lo que huela a independentismo de izquierdas en Euskadi es ETA, que a personas como Jesús Eguiguren y muchos otros que han manifestado abiertamente en los últimos tiempos que impedir a decenas de miles de vascos la participación política era, no solo un atentado a las libertades propias de un Estado de Derecho, sino un grave error que solo podía redundar en perjuicio del clima de estabilidad política deseable por todos los demócratas.

Sin embargo, la experiencia muestra que, en un juego de incierto resultado, el Gobierno y, más concretamente, el ministro Rubalcaba, optaron, con la vista puesta en próximas elecciones, por no dar argumentos al PP acerca de su imaginaria debilidad frente a los «amigos de ETA», y, dando por bueno ese disparate, en términos lógicos, de que todo independentista vasco de izquierdas era un terrorista, puso el aparato del Estado al servicio de la tesis de los Mayores Oreja y Cospedales de turno.


Ahora, resuelto por el Tribunal Constitucional el asunto, aprovechada la última oportunidad de que frente a la aberrante tesis de la contaminación, del entorno del entorno, se impusiera la razón, reconocidos los derechos de una parte de la sociedad vasca que nunca debio ser excluida del juego democrático, el Gobierno está pagando caro su anterior plegamiento a las directrices del PP. Los medios de comunicación más ultra del país no solo acusan a Zapatero, sino a los mismísimos magistrados del Constitucional, poco menos que de complicidad con los «amigos de los terroristas». Así llaman a quienes apoyen cualquier intento de dar cabida en el juego democrático a quienes la maccarthista teoría de la contaminación estaba empeñada en excluir de él.

Por culpa de ese error, el PSOE, plegado durante meses a los mandatos del PP, incumplida la labor pedagógica que cabía esperar de un partido de tanta tradición democrática y de lucha por las libertades como él, se encuentra ahora frente a una opinión pública española que, al contrario de lo que se piensa en el País Vasco, ha dado por buena esa simpleza (además de falsedad) de que Bildu es ETA. Y probablemente pague en términos electorales una actitud que desde el principio debió ser bien diferente a la que ha mantenido.

Porque todos debiéramos saber ya que la extrema derecha española, esté o no en el PP, es insaciable. Darle una mínima tregua no lleva a la larga sino a que adopte posturas cada vez más intransigentes. Quienes hayan oído algunas recientes tertulias puestas en las ondas por el que se ha dado en llamar el TDT Party español, sabrán a qué me refiero.

Pero, en fin, menos mal que al final la cordura ha imperado entre quienes ven más allá de sus propios ojos. Dentro de un tiempo todo el mundo recordará los presentes días como aquellos en que, pese a quienes se empeñaron en mantener vivo el clima de confrontación violenta, el sentido de responsabilidad de una minoría judicial y política permitió que la normalidad democrática reinase en toda España. De la que sigue formando parte el País Vasco, al menos hasta que la mayoría de los vascos, en pleno ejercicio de unos derechos que debieran reconocérsele, decidiera lo contrario.

Cuando poder votar producía envidia

ESTANDO uno próximo a esa edad en que buena parte del tiempo se dedica a contar batallitas, me permitirá el lector que rememore mi primer viaje a Francia, hace ahora casi 40 años. Lo hicimos un grupo de amigos en un seiscientos que, aunque nos había dado algún problema mecánico, nos permitió cruzar la frontera entre Irún y Hendaya sin más incidentes que el mal humorado examen por parte de la policía española de los pasaportes. Tenían que comprobar que nuestros nombres no figuraban en las kilométricas listas de personas que tenían prohibida la salida de España.

Tengo aún muy viva la imagen que más llamó mi atención apenas pisado suelo francés: la de las banderolas en que el Partido Comunista de Francia pedía el voto para las elecciones que iban a tener lugar allí. ¡Estábamos en Europa! ¡Estábamos en un país en que se podía votar y, por si eso fuera poco, se podía colocar propaganda con la hoz y el martillo sin arriesgar fuertes penas de prisión!


Era lógico que, pocos años después, finalizada en España la época en que nos asombraba lo que ocurría más allá de los Pirineos, las primeras elecciones en nuestro país, en junio de 1977, despertaran la ilusión que despertaron. Recuerdo algunos mítines de aquella campaña irrepetible: el de Santiago Carrillo en la plaza de toros de Mérida, llena a reventar; el de Felipe González en la de Cáceres, con banderas republicanas ondeando al viento... No recuerdo si Fraga y los otros exministros franquistas que fundaron Alianza Popular organizaron alguno en Extremadura. Daban por hecha una victoria aplastante, pero cosecharon un fracaso mayúsculo. La gente estaba harta de ellos y terminó votando en su mayoría a la UCD de Suárez.

Rememoro hoy esas fechas, apenas iniciada una campaña electoral que coge a la gente bastante desilusionada y con una pésima opinión de los políticos. Lamento no coincidir con el director de este periódico, que ayer escribía sobre el estremecimiento de felicidad que todavía, al cabo de más de 30 años, le supone introducir su voto en la urna; pero, aun así, sin sentir una especial emoción, sin creer que una papeleta puede cambiar el mundo, sin olvidarme de tanta promesa incumplida, de tanto desengaño, me bastará con recordar la envidia que un viaje a Francia podía producir a los españoles para que día 22 ejerza mi derecho al voto. Un voto útil.

6 de mayo de 2011

Bofetada a Zapatero en la cara de Vara

HAY CIERTOS aspectos del reciente sondeo preelectoral del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) que convendría tener en cuenta antes de obtener conclusiones precipitadas sobre lo que ocurrirá en Extremadura el próximo día 22 de mayo. El primero, que si bien el nivel de confianza (la probabilidad de acierto, por así decir) del sondeo es alto, superior al 95 %, ello se logra aceptando un margen de error para las estimaciones de voto cercano al 3 %. Tal error, intrascendente en caso de que las diferencias entre los resultados de PSOE y PP fueran altas, cobra mayor importancia ante unos resultados que se anuncian muy apretados y permite interpretaciones bien diferentes, todas ellas acordes con el estudio. Como el CIS atribuye al PSOE un 45,3 % de votos y al PP un 44,8 % (a IU le adjudica el 4,8 %), si se baraja ese margen de error pueden hacerse cábalas bien diferentes. Convendría, pues, no descorchar las botellas de cava antes de tiempo.


También es importante destacar que esa estimación de voto, que dejaría la decisión sobre quién encabezaría la Junta en manos de Izquierda Unida–que obtendría dos escaños, rompiendo así el bipartidismo de los últimos años– difiere bastante de la intención que los encuestados manifiestan directamente sobre la papeleta que elegirán, en la que el PSOE aventaja en más de un 4 % al PP. El propio CIS advierte de que su estimación resulta de aplicar un determinado modelo estadístico a los datos directos y que la aplicación de otros modelos podría dar lugar a estimaciones diferentes. En lenguaje común: que el plato final no solo depende de los ingredientes que se utilicen, sino de cómo se cocinen. Distintos cocineros darían lugar a distintos platos.

Otra cuestión digna de mención, a mi juicio, es que siendo la caída del PSOE en Extremadura pareja a la que se vaticina en muchas otras regiones, podría deducirse que lo que ocurra aquí no va a depender tanto de los aciertos o errores de Vara y los suyos en los últimos años, como de lo que los electores piensan de la situación política y económica de todo el país. Es muy probable que mucha gente quiera dar con su papeleta una bofetada a Zapatero y la suelte en la cara más próxima, la de Vara, pero me cuesta trabajo imaginar una Asamblea de Extremadura con mayoría absoluta del PP. En todo caso, parece que a los electores de izquierdas no se les va a poder engatusar en esta ocasión con la cantinela del «voto útil».