27 de abril de 2006

Que no nos metan en el mismo saco

TIENE TODA LA RAZÓN DEL MUNDO el editorialista de este periódico que en fecha reciente, y a propósito de la conmemoración del centenario, según dicen, del patronazgo canónico de la Virgen de la Montaña sobre la ciudad de Cáceres, escribe que sería un error considerar estas celebraciones sólo desde el punto de vista de la devoción religiosa, añadiendo que vivimos, afortunadamente, en una sociedad laica. Ello es tan evidente que parece mentira que haya que decirlo. Pero no sobran esas palabras, en absoluto. Y dado que quienes respaldamos nuestras opiniones con nombre y apellidos, sin necesidad de difíciles equilibrios, gozamos de una mayor libertad de expresión, podríamos ir más allá de lo que escribe el periodista. Porque a veces bien pareciera que aquí, quien no comulga con ruedas de molino es sencillamente porque no existe. Y seremos pocos (quizás no tan pocos), pero desde luego somos. Y de vez en cuando conviene que demos fe de vida.

Dijo el señor alcalde de nuestra ciudad, Cáceres, en reciente pregón con motivo de la efemérides que comentamos, que durante su pasada enfermedad, de la que todos nos alegramos sinceramente se recuperara, le acompañó una estampita de la Virgen de la Montaña. Pues muy bien. Ese es su muy respetable derecho y no habrá nadie que se lo discuta. Aunque sea más dudosa la oportunidad de mencionar tal circunstancia en un acto en el que hablaba como alcalde. Antecedentes los hay, desde luego. Recuerden los menos jóvenes de mis lectores que Franco tenía en su dormitorio metidito en una urna el brazo incorrupto de santa Teresa, del que, por cierto, nunca más se supo tras la muerte del dictador. Y perdonen si no puedo evitar traer a colación el chiste que se contaba cuando fue elegido papa el cardenal Montini: El general de voz atiplada le habría enviado un telegrama proponiéndole el intercambio del frío brazo de la santa por el muslo calentito de Sofía Loren, la exuberante actriz italiana entonces en plena madurez. El obispo de Roma, se decía, respondió que de eso nada; que él era Montini, pero no Tontini. Disculpen la frivolidad.

Volviendo a lo que íbamos: que todo el mundo, incluidas las autoridades, manifieste sus creencias religiosas, o la falta de ellas, como más oportuno le parezca, sin menoscabar los derechos ajenos. Pero que no se atribuya al hacerlo una representatividad que abarque a toda la ciudadanía, algo imposible en una sociedad plural y democrática como la nuestra. Porque cuando en el pregón del que hablo, el alcalde de una ciudad de cerca de noventa mil habitantes, dice que "el Cáceres del siglo XXI, con sus retos para construir un futuro mejor, sabe que el amparo de nuestra patrona es de vital importancia", quien suscribe, tan cacereño como el primer regidor, no puede por menos que, sonreír, primero, y llorar, después. A estas alturas de la historia, uno, francamente, no cree que el progreso se lo debamos a nadie distinto de nosotros mismos. El afirmar, como hace el señor Saponi, que se mantiene “viva y activa la presencia de la Virgen en el credo popular de todos los cacereños", me recuerda aquello de los antiespañoles de los que hablaban los antiguos profesores de la pomposamente llamada Formación del Espíritu Nacional, de nuestros lejanos ya, o eso pensábamos, años de Bachillerato. ¿No somos cacereños los que no participamos de tales credos? ¿Hay que creer en la Virgen y en sus milagros para gozar de esa condición?

En resumen: que cada cual exprese sus sentimientos religiosos como prefiera, sea en Roma, o en La Meca, donde raro es el año en que no mueren cientos de personas arrolladas por multitudes mayores que las de aquí. Que incluso se diseñen carteles tan pintorescos como ese que recientemente provocaba el asombro de propios y extraños al anunciar en nuestras calles un festejo taurino mezclando imágenes de toreros y vírgenes; pero, por favor, que cuando algunos hablen de estampitas o pregonen las bondades de ciertas costumbres que rozan la superstición, cuando se refieran a quienes caminan a su lado, no digan “todos”; no nos incluyan a quienes, uno, dos, cientos o miles, estamos ya hasta la coronilla de tanta caspa y tanto olor a sacristía.