31 de enero de 2009

El obispo desnudo

QUE EL TRIBUNAL SUPREMO no es un nido de peligrosos izquierdistas parece difícilmente discutible. Más bien cabría pensar que si alguna ideología predominara entre sus miembros no sería precisamente la marxista leninista. No hay nada más que ver, para llegar a esa conclusión, la decoración del salón en que se inaugura cada año el curso judicial, cuando los crucifijos king size en el estrado y las puñetas entre los asistentes hacen que eso de que la justicia emana del pueblo parezca una broma.

Pues bien, que la Sala de lo Contencioso Administrativo de ese tribunal haya resuelto por una mayoría aplastante que la asignatura de Educación para la Ciudadanía no vulnera el derecho de los padres a que sus hijos reciban la educación moral o religiosa que ellos, los padres, deseen, evidencia, como recoge en estos días la mayor parte de la prensa, la endeblez del montaje creado acerca de ese asunto por los obispos y ciertas asociaciones ultra católicas. Montaje que si había alcanzado cierta repercusión fue exclusivamente porque el Partido Popular, escaso de ideas, creyó haber encontrado en él un "buen tema con el que crear conflicto en el ámbito educativo". El ejemplo de la Comunidad Valenciana, donde se intentó el disparate de impartir la disciplina de marras en inglés, es suficientemente ilustrativo de lo que digo.

Ahora, con independencia de la opinión que a muchos nos merezca la inclusión en los currículos escolares de una materia que, queramos o no, recuerda a las viejas marías de antaño y cuyos objetivos educativos se pueden alcanzar con la práctica docente diaria, sea en clase de matemáticas o de geografía, es de esperar que el arzobispo de Madrid, Rouco Varela , el mismo que habla de quienes "dicen no creer en Dios", quien calificó dicha asignatura como inconstitucional, reconozca su error tras la sentencia del Supremo. O que, si se empeña en seguir haciendo el ridículo, proponga a Roma la excomunión de los jueces que tan integralmente lo han despojado de sus pomposas vestiduras, dejándolo en un estado de desnudez impropio de su altísima dignidad. Bien pensado, y visto el panorama vaticano, puede que lo consiguiera.

28 de enero de 2009

¿Excomunión para los magistrados del Supremo?

QUE EL TRIBUNAL SUPREMO no es un nido de peligrosos izquierdistas parece difícilmente discutible. Más bien cabría pensar que si alguna ideología predominara entre sus miembros no sería precisamente la del radicalismo socialista. No hay nada más que ver, por cierto, la decoración del salón en que, cada año, se inaugura el curso judicial, con crucifijos al viejo estilo king size incluidos.

Pues bien, que la Sala de lo Contencioso Administrativo de ese tribunal haya resuelto por una mayoría aplastante que la asignatura de Educación para la Ciudadanía no vulnera el derecho de los padres a que sus hijos reciban la educación que ellos, los padres, deseen, pone de manifiesto, como se recoge hoy mismo en la prensa, que si el montaje creado acerca de esa materia por los obispos y asociaciones con ideas afines a ellos había alcanzado cierta repercusión fue porque el Partido Popular encontró en él un "buen tema con el que crear conflicto en el ámbito educativo". El ejemplo de la Comunidad Valenciana, donde se intentó vanamente que la disciplina en cuestión se impartiera en inglés, es suficientemente ilustrativo de lo que digo.


Ahora, con independencia de la opinión que a muchos nos merezca la introducción en los currículos escolares de una materia que recuerda a las viejas marías de antaño, es de esperar que tras la sentencia del izquierdista Tribunal Supremo, el arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco (en la foto, informalmente vestido, es saludado por Esperanza Aguirre), que calificó la obligatoriedad de cursar la asignatura de Educación para la Ciudadanía de inconstitucional, reconozca su error o bien, empeñado ya en el ridículo más espantoso, excomulgue a los jueces que tan integralmente lo han despojado de sus vestiduras, dejándolo en un despelote impropio de su dignidad y categoría.

24 de enero de 2009

Raya borrada

EN LOS TIEMPOS, afortunadamente ya lejanos, de las dictaduras salazarista, en Portugal, y franquista, aquí, en España, el simple paso de la frontera entre los dos países constituía una aventura que hoy resultaría difícil de creer por las nuevas generaciones. Acudir a una sencilla comida en la Pousada de Elvas, por ejemplo, suponía tales trámites fronterizos y aduaneros (había que mostrar el pasaporte en vigor, rellenar impresos varios, abrir los maleteros de los coches), que desanimaban a cualquier hijo de vecino que quisiera pasar unas pocas horas en el país vecino. Portugal, para muchos extremeños, era sólo un lugar en el que se compraban toallas de gran calidad a buen precio y en el que el café costaba la mitad que en España.

La Revolución de los Claveles, en el año 1974, modificó sustancialmente las cosas. Portugal, su pacífico cambio de régimen, despertó las ilusiones de millones de españoles. Pero llegar a Lisboa seguía constituyendo un cúmulo de dificultades. La policía española escudriñaba al detalle los documentos en los puestos fronterizos, se retiraban con los pasaportes a dependencias interiores para comprobar si se figuraba en alguna lista negra... Las carreteras eran infames, los trenes tardaban siglos en llegar a su destino.

Hoy en día, afortunadamente, modificadas radicalmente las circunstancias, viaja uno por modernas autovías a una de las ciudades más hermosas del mundo, Lisboa, o acude a las playas inmensas de la costa atlántica, o degusta en cualquier taberna un bacalao siempre exquisito, y lo hace como si estuviera en su propia casa. La amabilidad de las gentes, la gentileza con la que acogen al visitante, hacen que uno se sienta recibido con los brazos abiertos.

Los recientes acuerdos de Zamora constituyen una confirmación de la desaparición de las fronteras, la constatación de que una etapa negra de la historia común de los dos pueblos terminó definitivamente. Y si algunos políticos de poca monta pretenden suscitar polémicas ficticias, disputas pueblerinas sobre si una estación de tren ha de estar aquí o unos metros más allá, no harán sino poner de manifiesto su cortedad de miras y su radical alejamiento de la realidad de los tiempos.

19 de enero de 2009

Cazador cazado

SUPONGO AL TANTO al lector extremeño de la noticia del día a nivel regional: el accidente de tráfico provocado por el jefe de la Policía local de Badajoz cuando supuestamente, según las pruebas que se le hicieron, presentaba una tasa de alcoholemia que triplicaba la máxima permitida. Tomó, según parece, una rotonda por la izquierda.

Hay información en:

Diario Hoy
El periódico Extremadura

Aunque, en general, los comentarios que aparecen en Internet a las noticias y artículos en estos periódicos son deplorables, en los de hoy se leen cosas (por ejemplo, sobre una academia que prepara para las oposiciones de acceso de la policía local de Cáceres) que, aunque sólo fueran ciertas en la mitad de los casos, debiera hacer tambalearse a los responsables (alcaldes y otros) de los ayuntamientos. Pero eso, claro, es mucho pedir.

17 de enero de 2009

Espectáculo poco edificante

HACE UNOS AÑOS, alumnas de bachillerato de un instituto extremeño posaron semidesnudas, en posturas que rozaban el mal gusto, para poner sus fotos en un calendario que venderían a fin de recaudar fondos para un viaje. De estudios, supongo. Parecían chicas mayores de edad y estaban en su derecho a posar como les viniera en gana, desde luego. Que el instituto no pusiera trabas a la experiencia me pareció, en cambio, poco compatible con los fines educativos que cabría atribuirle.

Supongo que aquella experiencia, también puesta en práctica por fornidos bomberos o jugadores de rugby, tuvo su origen en lo que sucedía en la célebre película irlandesa Full Monty, en la que se narraban las agridulces peripecias de un grupo de desempleados; pero lo que en la pantalla puede ser un ingenioso guión cinematográfico, resuelto con buen gusto, en la realidad acaso tenga unas connotaciones que, sin necesidad de estar afectado por esa dolencia de la corrección política, debiera molestar a más de un defensor de la dignidad de las personas.

He pensado en ello al enterarme de lo sucedido recientemente en una cárcel levantina (qué manía de llamar centros penitenciarios a las cárceles, como si el cambio de nombre modificase lo que son). Como se sabe, la dirección de la prisión organizó un espectáculo navideño para los internos en el que una joven realizó un completo strep-tease, al final del cual, según el sindicato de funcionarios que ha denunciado los hechos, “la joven una vez desnuda se embadurnó el cuerpo con leche condensada, se acercó a los internos” e hizo alguna otra maniobra que no voy a detallar.

Cuesta trabajo creer que todo transcurriera exactamente como lo cuenta el sindicato, pero me temo que haya sido posible. Se empieza considerando gracioso que unas jóvenes apenas adolescentes busquen fondos posando ligeras de ropa para un fotógrafo y se termina, como director de una prisión, organizando espectáculos para los presos que constituyen una flagrante desconsideración de su dignidad.

10 de enero de 2009

Los nuevos nazis

VEMOS EN LOS PERIÓDICOS, en la televisión, las horribles imágenes de cuerpos infantiles destrozados por las bombas, de personas mutiladas esperando ser atendidas en hospitales atiborrados y carentes de medicamentos, de madres llorando, de ancianos clamando contra tanta barbarie. Y pese a la indiferencia con la que a menudo convivimos con la bestialidad, con la prevalencia de la fuerza, sentimos que aún nos queda un resto de vergüenza: la de sentirnos del mismo género de quienes provocan tanto dolor y tanta destrucción. El mismo género, que no sabemos si todavía podría calificarse de humano, de quienes actúan contra los débiles como, en tiempos, otros que se creían imbatibles actuaron contra ellos. Viendo lo que vemos, nuestra sensibilidad, la natural tendencia de cualquier persona a rechazar la injusticia y la sinrazón, se siente profundamente herida.

Pero, por casualidad, mientras pasamos de un canal a otro de nuestra televisión, damos con una emisora árabe que, amén de ofrecer imágenes de las que sus homólogas occidentales ocultan a los espectadores, entrevista, en un alarde de objetividad, a un portavoz del Gobierno israelí. Le pregunta sobre el ataque del ejército invasor a una escuela de la ONU en el que murieron decenas de personas. Le interroga, más particularmente, sobre la negativa israelí a permitir que una comisión de investigación internacional determine lo que realmente ocurrió; que averigüe si, como alegan los militares hebreos, el ataque criminal contra los refugiados fue respuesta a algún disparo desde la escuela. Y la contestación del individuo, entrenado sin duda para ignorar cualquier gesto de humanidad, no hiere sólo nuestra sensibilidad. Hiere nuestra inteligencia. Dice el tipo que esa comisión habría de preguntar sobre lo sucedido a los propios palestinos sobrevivientes de la matanza. Y que estos, debido al terror al que los tiene sometido Hamás, mentirían, por temor a las represalias que contra ellos se tomarían si dijeran la verdad.

El tipo en cuestión, cuyos antepasados quizás sufrieran el horror nazi, llegará a su casa por la noche, besará a su mujer y a sus hijos, se sentirá satisfecho de su trabajo. Puede, incluso, que se llame Himmler.

3 de enero de 2009

Terrorismo de Estado

LAS PALABRAS NO SON INOCENTES. O, por mejor decir, el uso que se hace de ellas. Un ejemplo muy frecuente en nuestros días lo proporciona el término terrorismo, que utilizamos casi siempre más en la segunda acepción del Diccionario de la Real Academia, “sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror” que en la primera, “dominación por el terror”.
Desde luego, si un fanático, movido por supuestos motivos políticos, descerraja un tiro en la nuca a una persona porque no piense como él o porque no se pliegue a sus propósitos, o hace estallar un coche bomba en un edificio público, se le podrá llamar con toda propiedad gramatical terrorista. Ello con independencia de que su objetivo de infundir terror se lleve a cabo de forma alevosa, sin riesgo alguno para quien lo mantiene, o bien entregando incluso la propia vida. Esos jóvenes, fanatizados por ideas religiosas que, en Irak o muchos otros lugares, hacen estallar los cinturones que llevan adosados a sus cuerpos, repletos de dinamita, no son menos terroristas que el que pega a un tiro en la nuca. Aunque haya que aceptar que al menos, en aras de sus fines, entregan la vida.

Sin embargo, la segunda acepción a la que antes nos referíamos suele ignorarse por los medios de comunicación. Porque es cierto que la “dominación por el terror” no está al alcance de individuos o grupos más o menos organizados, de recursos limitados, pero sí de los estados, los militares de esos estados, que utilizando modernísimos e indestructibles aviones bombardean impunemente aldeas, ciudades, matando con sus misiles a centenares de personas, en Gaza o en Afganistán, pongamos por caso, todas inocentes, salvo que la presunción de inocencia pueda ignorarse según convenga. Esos estados, sus dirigentes, jefes de Gobierno, ministros, podrían ser calificados de terroristas con tanto o más acierto que el joven del cinturón explosivo, pero raramente los encontramos así tildados en periódicos y televisiones. Por el contrario, se les acoge amistosamente en recepciones oficiales en medio mundo, se les estrechan calurosamente las manos por dirigentes políticos, posan en fotos de familia… La hipocresía que ello supone clama al cielo.