24 de noviembre de 2005

Peligro de incendio

PARECE QUE LA PALABRA de moda en estos días, en el terreno de la política, es crispación. Todo el mundo, en efecto, parece crispado. Me viene a la cabeza, vaya usted a saber por qué extraña asociación de ideas, aquel inefable Pedrín de los tebeos de mi infancia, cuya expeditiva manera de resolver los conflictos en que se veía envuelto, en compañía de su fascistoide jefe, Roberto Alcázar, era enfrentarse a truhanes y sinvergüenzas aplicándoles “jarabe de palo”. Además, a la indudable intención agresiva de muchos de nuestros supuestos representantes (hay honrosas y manifiestas excepciones) se añade frecuentemente la ignorancia. Que no es una atenuante, más bien al contrario, cuando es una ignorancia culpable, fruto de la desidia o de la forma soberbia de proceder.

No voy a hablarles, descuiden, del enconado debate político en el parlamento de Madrid o en los medios de comunicación: Estatuto catalán, leyes educativas… Sí les diré, para sentar bien los principios, que aun no tratándose de mi bebida favorita (donde esté un vaso de buen vino tinto que se quite lo demás), este fin de año pienso celebrarlo brindando generosamente con cava. Con auténtico cava catalán, por supuesto, pese lo que le pese a mucha gente, incluidos quienes desde posturas supuestamente progresistas mantienen al respecto criterios que podrían confundirse con los de la derecha más rancia y nacionalista. ¡Cuánto daño está haciendo aquí, en Extremadura, algún conocido personaje, difundiendo entre la buena gente que confía en él tanto tópico anticatalán falto de rigor!

Pero, en fin, volviendo por donde iba, a la actitud agresiva de muchos de nuestros representantes, no puedo dejar de mencionar un hecho reciente que me parece escandaloso y demostrativo no sólo de lo que afirmo sobre la falta de buena educación democrática de muchos personajes, sino del carácter patrimonial que algunos dan al sillón que ocupan provisionalmente. Me refiero a la nota sin firma, pero con el membrete de la Diputación de Cáceres, que ha sido recientemente buzoneada en nuestra ciudad. El motivo: el conflicto laboral en el que se hallan desde hace semanas los bomberos cacereños. Quede claro que no conozco suficientemente las razones de la huelga ni si las demandas de estos empleados están o no justificadas. Pero no me cabe duda de la improcedencia de gastar dinero público para difundir una nota, de torturada sintaxis, por cierto, en la que se empieza llamando “mentirosos” a los huelguistas y se termina aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid para embestir institucionalmente contra el Partido Popular. No soy votante de este partido, como quizás sea público y notorio, pero eso no me impediría dar toda la razón a quienes, siéndolo, se sintieran agredidos y tomados por tontos por los dirigentes de una institución que gasta dinero público, incluido, pues, el suyo, para, además de desprestigiar a sus propios funcionarios, sacar particular “provecho político” de una situación lamentable. Es, para que me entiendan, como si tras un Consejo de Ministros, quién diera la rueda de prensa para informar de los acuerdos adoptados, y además lo hiciera atacando a sus adversarios, no fuera un miembro del Gobierno sino, qué sé yo, un portavoz parlamentario del partido que lo apoya. Y que lo hiciera insultando a quienes no opinaran como él.

Agredir sin ton ni son, confundir lo institucional con lo partidista, los recursos públicos con los de uso particular, son ejercicios peligrosos que pueden producir incendios de gran envergadura. Y este tipo de incendios no los apagan los bomberos. Aunque estén tan bien preparados como los cacereños, a los que deseo fortuna en su conflicto y acierto en su trabajo.

11 de noviembre de 2005

Obispos en pie de guerra

Este servidor de ustedes, estimados lectores, es profesor de matemáticas gracias a que en su día demostró conocimientos suficientes de la religión católica, apostólica y romana. La única verdadera. Y no se lo tomen a chirigota, por favor. En la facultad de Matemáticas de la Universidad de Zaragoza, en la que cursó sus estudios de licenciatura, al igual que sucedía en el resto de las facultades de toda España, era necesario acreditar curso tras curso suficientes conocimientos de proposiciones tan indemostrables como las de la inmaculada concepción o de la santísima trinidad para poder obtener un diploma que habilitase para el ejercicio de la profesión docente. Como también les sucedía, por otra parte, a quienes aspiraban a ser médicos, abogados, ingenieros o periodistas. Si no aprobabas la religión, ya podías ser un Pitágoras o un De la Cierva: te quedabas sin título.

Es posible que más de un lector piense que otra vez estamos contando batallitas. Pero qué más quisiera uno. Porque no se trata de que nos refocilemos enfermizamente en los recuerdos amargos. Se trata de que en aquella época de la que hablo ya estarían haciendo sus pinitos en el seminario estos obispos que hoy se muestran teatralmente enojados por el proyecto de una ley de educación que, según dicen en sus incendiarias emisoras, ésas en las que se burlan de los emigrantes que intentan saltar la valla de Melilla, vulnera gravemente los derechos de sus feligreses. Y, que se sepa, no parecía importarles mucho por aquel entonces la continua violación de los derechos básicos de los españoles. En cuya defensa tampoco salieron algunos años más tarde. ¿Habrá que recordar el prolongado silencio de la Conferencia Episcopal en la tristísima noche del 23 de febrero de 1981 cuando, hallándose reunidos todos los prelados, evitaron pronunciarse hasta que el intento golpista se vio abocado al fracaso?

Hoy, estos que se pretenden pastores de todos, nos sintamos o no integrantes de su rebaño, se muestran enojadísimos, y llaman a sus fieles a la batalla, porque en los proyectos legislativos del gobierno se descarte que la mal llamada asignatura de religión sea tan evaluable como las matemáticas o el inglés. Y, francamente, no sé qué ocurrirá en los colegios de curas o monjas de los barrios más céntricos de Madrid (en los extrarradios no suelen tenerlos). Pero sí sé lo que ocurre en los institutos normales extremeños, a los que acuden la inmensa mayoría de nuestros escolares. Y lo que sucede es que los chavales consideran esta materia como una maría; es decir, como una actividad en la que quienes la siguen, cada vez en menor proporción, tienen una buena nota asegurada, aunque sea a costa de pasar dos horas semanales oyendo (que no escuchando) un rollo que si no les resulta aún más aburrido que los que soportan en el resto de su jornada escolar es por el abundante uso que en ellas se hace de los vídeos, las películas y cosas semejantes. Y lo que pretenden los reverendísimos señores obispos es que aquellos alumnos que no quieran ser adoctrinados en dogmas tan singulares como los que ellos defienden sean castigados doblemente: imponiéndoles la asistencia obligatoria a otras clases alternativas, por una parte y, por otra, haciéndoles competir en inferioridad de condiciones con los estudiantes como Dios manda que, gracias a las altísimas calificaciones en las que, habitualmente, son evaluados quienes siguen las enseñanzas de religión, gozarán de más ventajas a la hora de obtener becas, acceder a estudios universitarios, etcétera.

En fin, este asunto ya huele. Y bien que le fastidia a uno tener que salir en defensa de un gobierno que pretende inútilmente nadar y guardar la ropa. Porque decir lo que digo no significa que se esté de acuerdo con muchos aspectos de la proyectada ley ni que todo lo contemplado en la Ley de Calidad del anterior gobierno nos pareciera nefasto. Pero eso no impide asombrarse por las actitudes eclesiales. ¿La libertad de enseñanza en peligro? Son insaciables.