28 de marzo de 2009

Cartas de republicanos antes de ser ejecutados


LEO EMOCIONADO algunas cartas que numerosos presos republicanos, en los años dramáticos de la Guerra Civil, escribieron a sus familiares –cuando les dejaron– apenas unas horas antes de ser pasados por las armas.

Me impresiona especialmente ésta, escrita por Vicente Carrizo a sus hijos:

"Queridos hijos Pepe, Felisín y Vincentín: estoy en un castillo muy precioso. Tiene almenas y torreones. Por la noche pasean las princesitas por el patio. Son muy hermosas. Cuando duermo se aparece mamá Pilar vestida de hada con el pelo suelto, muy guapa. Me cuenta todo lo que hacéis. Cuando sois buenos y aplicados me pongo muy contento. Cuando la hacéis rabiar lloro mucho. Tu carta muy bonita. El dibujo era un retrato de Vicentín. Muchos besos de vuestro papá".

Cofradías y coherencia

HACE TIEMPO, en los años del destape, no era extraño encontrarte con un amigo en el quiosco, justo en el momento en que compraba el Playboy (si los responsables de este periódico me permiten citar una revista de la competencia; en caso contrario diré Interviú) y oír de sus labios, pillado in fraganti, que si lo compraba no era por las fotos, sino por los artículos tan interesantes que traía. Era como aquel que decía ser aficionado a los espectáculos de striptease... por la música. Esbozabas una sonrisa cómplice y pedías tu ejemplar de... bueno, de lo que fuera.

Esa tendencia a disfrazar las verdaderas razones de nuestros actos no es algo exclusivo de las personas. De las personas físicas, digo. También la muestran las personas jurídicas: asociaciones, clubes, partidos políticos. Es como si se tuviera miedo a mostrar la auténtica cara, de líneas demasiado duras, y se buscaran perfiles más inocuos, menos ilustrativos de lo que hay bajo el rostro.

Veníamos oyendo, por ejemplo, que si alcaldes y concejales ateos acudían a procesiones religiosas junto a encapuchados, bandas militares y legionarios, no era porque se hubieran convertido, caídos del caballo, al cristianismo, sino porque eso, lo de los desfiles, era algo no confesional, una muestra de la cultura popular, de las tradiciones, de lo de toda la vida, etcétera.


Está bien por tanto que con el asunto del aborto, en el que los jerarcas de la Conferencia Episcopal muestran su verdadera faz, y no la de Cristo, las cofradías penitenciales se hayan visto obligadas a desmontar la supuesta laicidad, por así decirlo, de las procesiones. Llevarán o no lacitos con consignas políticas, elevarán o no al cielo plegarias pretendiendo lograr con ellas lo que los votos, en el parlamento, les niegan, pero al menos habrán dejado una cosa clara: que son católicas, apostólicas y romanas. Habrán mostrado a todo el que haya querido enterarse que, a diferencia del amigo que ocultaba sus vergüenzas, no son de quienes compran el Playboy por los artículos.

20 de marzo de 2009

El problema no son los obispos

EL PROBLEMA NO ES que los reverendísimos señores obispos opinen lo que tengan a bien sobre asuntos divinos o humanos. Están en su derecho y no seré yo quien se lo niegue. No seré yo quien actúe como sus antecesores, los que integraban las comisiones de censura cinematográfica, los que ordenaban a los colegios religiosos grapar las páginas de los libros de biología en los que se explicaba la reproducción sexual, los que impedían dormir en la madrugada a todo hijo de vecino con potentes altavoces que ordenaban imperiosamente que se acudiera al rosario... Están en su derecho, sí, a opinar. Incluso a hacerlo de modo artero, induciendo a la gente sencilla a confundir embriones apenas microscópicos con niños a punto de hacer la mili. Ellos son así, melifluos, sofistas, embaucadores.

El problema no es ése. Ni siquiera el que intenten imponer a todo bicho viviente, comulgue o no con sus ruedas de molino, sus particulares criterios. Ellos, que tienen voto de castidad y están contra el uso del preservativo; ellos, que no pueden contraer matrimonio y niegan a los demás el divorcio; ellos, que no admiten mujeres en su seno y pretenden dar lecciones sobre la dignidad femenina. Ellos, en cuya iglesia abundan casos probados de seguir demasiado al pie de la letra el “dejad que los niños se acerquen a mí” y hablan del derecho del no nacido. Pero no, no es ese el problema. No es ese el problema, al menos desde el punto de vista del ciudadano que vive en un estado oficial y teóricamente no confesional.

El problema es el miedo de presidentes de Gobierno supuestamente progresistas que amagan y no dan, de vicepresidentas complacientes que rinden pleitesía a cuanto jerarca vaticano aterriza en Barajas. El problema es que estos reverendísimos hagan sus campañas partidistas, demagógicas, ofensivas para millones de ciudadanos, con el dinero que todos, creyentes o no, ovejas de su grey o no, aportamos en nuestros impuestos. Ése es el problema. Y de él, por lo que se ve, no hay dios que nos libre.

17 de marzo de 2009

112.000 asesinas

EN EL AÑO 2008 se practicaron en España más de 112.000 abortos voluntarios. Si hubiéramos de llevar a sus últimas consecuencias las proclamas de sus eminencias reverendísimas, los señores obispos españoles, de quienes el más más cualificado portavoz es el melifluo Martínez Camino –¡Ave María purísima, de él nos libre Dios!– , ello significaría que en nuestras calles habría más de 112.000 asesinas –sólo refiriéndonos a lo sucedido en el último año– que no han recibido el debido castigo por su crimen. ¡A la cárcel con ellas! ¡Asesinas, más que asesinas!


Si después de la última, infame y demagógica campaña de la más reaccionaria jerarquía eclesiástica del orbe contra la nueva ley que regulará la interrupción del embarazo, el Gobierno del miedoso Zapatero y la zalamera Fernández de la Vega sigue doblando la cerviz ante cualquier ensotanado, mientras permite que con el dinero que entrega a la Iglesia Católica se subvencionen este tipo de campañas, entonces, no lo dude el lector, ya se encargará el Sumo Hacedor de que en el pecado lleven la penitencia.

14 de marzo de 2009

El pesimismo de la razón

LEO LA PRENSA y compruebo, día a día, que mi capacidad de asombro va menguando progresivamente. Intento seguir la trama, que en una novela policíaca resultaría increíble, de los espías que anotan meticulosamente, por encargo de los dirigentes de un partido político, los movimientos de sus propios compañeros de filas, y reconozco que me pierdo en la madeja. Procuro desenredar la maraña de regalos, sobornos, concesiones urbanísticas, trajes de a millón cada uno, automóviles principescos, recibidos hoy por uno, mañana por otro, y llega un momento en que he de arrojar la toalla ante una labor más propia de expertos en jeroglíficos egipcios que de ciudadanos normales.

Luego, pasada la página, me encuentro con jueces condenados por aceptar sobres repletos de billetes; con otros, más famosos que una estrella del rock, que cobran por un par de conferencias –de dónde sacarán tiempo– más que un trabajador en toda su vida; con miembros de importantes tribunales que dictan sentencias en asuntos promovidos por familiares... Un consejero de un gobierno regional dimite por tras ser acusado de obstrucción a la justicia y de prevaricación, un diputado madrileño, antiguo ministro, hace compatible su condición de representante de los ciudadanos con la dirección de un despacho de abogados que atiende asuntos privados...

¿Y aquí? Pues, en mi opinión, hasta los que hacían de la moderación bandera muestran sus aristas más cortantes. Éste, no recibe al dirigente de una plataforma opuesta a un discutido proyecto industrial porque, según dice, esa organización no mantiene las debidas formas; aquél responde con enfado y argumentos ad hóminem a un articulista que cuestionaba en el ejercicio de un derecho irrenunciable la más que dudosa eficacia de un ayuntamiento que no hace falta citar pues está en la mente de todos... Eso sí, no hay día sin entrega de premios, sin anuncio de grandes espectáculos circenses... A veces, por mucho que Gramsci sostuviera lo contrario, se impone el pesimismo de la razón.

7 de marzo de 2009

Libertad vigilada

BAJO EL PRETEXTO de defender las libertades, es cada vez más frecuente que los poderes públicos se entrometan en la vida privada de los ciudadanos. El temor, demagógicamente alimentado, a que peligrosos delincuentes atenten contra nuestros bienes y pertenencias, incluso contra nuestras personas, hace que la sociedad vaya aceptando de forma sumisa y sin apenas darse cuenta ciertas medidas que para sí hubieran querido los más extremos regímenes dictatoriales. Viajas con tu móvil encendido y, a poco que te descuides, algún amante de curiosear en las vidas ajenas sabrá por dónde andas. Visitas determinada página web y tu paso por ella queda debidamente registrado. Acudes a un cajero en cualquier banco a retirar algo de dinero de la cuenta (si es que aún queda saldo) y una cámara graba todos tus movimientos. Algunas comunidades de vecinos llegan, incluso, a instalar dispositivos que, bajo el pretexto de proporcionar a éstos más seguridad, almacenan información sobre a quién recibes en tu casa, a qué hora coges el coche, cuándo llegas por la noche...

Hace unos días, un profesor de instituto de Alicante, reciente ganador de un importante premio de novela, no soportó que en su centro hubiera instaladas cámaras de vídeo y, ni corto ni perezoso, las arrancó de donde estaban colocadas. La directora del instituto, que quizás no tuviera problemas más graves que resolver, no se anduvo por la ramas y llamó a la policía, que detuvo ipso facto al docente. Al menos tuvieron la deferencia de no someterle a la humillación de las esposas. Fue un detalle.

No sé qué opinión merecerá al lector la actitud del profesor, pero mucho me temo que, en general, despierte menos simpatías que la de ese airado ciudadano vasco que asaltó recientemente, destrozándola, una taberna frecuentada por clientela de la izquierda aberzale. Ambos, el del profesor y el del joven encolerizado, son comportamientos censurables, ciertamente, pero ninguno peor que el de acabar con la libertad bajo el pretexto de su defensa.