21 de julio de 2006

Derecha nada civilizada

RECORDARÁN LOS MÁS VETERANOS de los lectores cómo en los últimos años del franquismo se acuñó una expresión, la derecha civilizada, para referirse a ciertos sectores más o menos próximos al régimen que se pensaba podrían tener importancia decisiva en la vida pública en cuanto falleciera el dictador, y cuyas actitudes ante los numerosos problemas que acosaban a la sociedad española de la época no eran tan intransigentes como las de muchos jerarcas de camisa azul. Si por un lado estaban Arias Navarro, Girón, Solís, etcétera, por otro se hallaban Areilza, Garrigues... También éstos eran de derechas, por utilizar una expresión que todo el mundo entiende, pero entre ellos y gente como el tristemente célebre ex fiscal de Málaga mediaba una distancia considerable. Era gente con la que se podía hablar. Personas que admitían que no todo lo que se hiciera en nuestro país habría de hacerse con su permiso. Era aquella una derecha civilizada porque aceptaba que no siempre tenía razón; entendía que si en un futuro democrático la izquierda llegaba al poder, no habría de discutirle una y otra vez su triunfo. Era civilizada porque no era dogmática y permitía que otros tuvieran ideas económicas o sociales distintas de las suyas; u otras creencias, si nos referimos al espinoso asunto religioso que tanto ha pesado en nuestra historia.

La transición, pese a todos los pesares, transcurrió felizmente. Es cierto, y en estos días lo estamos viendo con mayor intensidad que en años precedentes, que se perdonaron demasiados pecados a los franquistas y no deja de ser doloroso que incluso hoy en día, setenta años después de la sublevación militar, haya miles de personas que ignoren dónde reposan los huesos de sus familiares asesinados en la guerra civil y en la posguerra; pero, en fin, la transición se realizó mejor de como muchos hubiéramos sospechado. La derecha más cavernícola quedó reducida a la mínima expresión en las primeras elecciones libres y la UCD de Suárez recogió en 1977 los votos de amplias capas sociales de mentalidad conservadora que no compartían los postulados de Fraga y compañía. En ayuntamientos y diputaciones, y luego en las comunidades autónomas, de esa derecha civilizada surgieron en muchos casos regidores conciliadores que gozaron de un amplio predicamento público. La derecha, en resumen, se fue adaptando a los nuevos tiempos y las actitudes extremistas tuvieron carácter marginal. Y aunque en el año 1982, fracasado el golpe de Tejero meses atrás, ganara el PSOE las elecciones y Felipe González lograra mantenerse en el Gobierno durante varios años, nadie discutió la legitimidad de su triunfo y su derecho a gobernar de acuerdo con la nueva mayoría.

Han pasado bastantes años desde aquello. Y hoy nos hallamos con una derecha a la que acaso sobrara el calificativo de civilizada. Los Zaplana, Acebes y muchos otros parecen presos de un fanatismo que hacía tiempo no se veía por estas tierras. Aún no han digerido la imprevista derrota que sufrieron en las urnas en el 2004, fruto tanto de su servilismo respecto a los EEUU en la invasión de Irak (la foto de las Azores, para entendernos) como, especialmente, de su actitud tras los atentados del 11-M. Y como no parece caber en sus cabezas que otros manden en un país en el que ellos pensaron mandar por décadas, no se paran en marras a la hora de ejercer la oposición. En el terreno de las costumbres sociales, por ejemplo, se alían con los sectores más reaccionarios de la jerarquía católica para rechazar medidas adoptadas por el Gobierno que gozan de amplio respaldo. Medidas que no obligan a nadie, sino que amplían las libertades. En el terreno político, no tienen pudor en utilizar incluso a las víctimas del terrorismo para erosionar al Ejecutivo, en un momento en el que empiezan a existir fundadas esperanzas de llegar a la normalidad en el País Vasco. Bajo la tutela de un Aznar cuyo resentimiento queda patente a poco que pronuncie dos palabras, el Partido Popular se desliza hacia un extremo del espectro político pareciendo seguir aquella máxima de cuanto peor, mejor. Y ello es muy peligroso para la sociedad española. Casi una cuarta parte de los españoles, según una reciente encuesta, no tienen “ni idea” de lo que sucedió el 18 de julio de 1936. Convendría que lo supieran, especialmente si tuviera razón el viejo Carrillo cuando afirma que la actitud del PP le recuerda a la de los facciosos de aquel entonces. Esperemos que se equivoque.

11 de julio de 2006

¿Policías o congregantes marianos?

LES ASEGURO QUE he tenido que mirar dos veces al calendario para asegurarme de no estar en el Día de los inocentes. Ha sido tras leer en la prensa que "la Policía Local de Cáceres inició ayer --por el pasado sábado-- los actos religiosos en conmemoración de su patrona, la Virgen del Carmen. Hasta el 16 de julio se llevará a cabo un solemne novenario". Luego, la noticia continúa diciendo que "se celebrará una solemne procesión con la sagrada imagen de la Virgen, portada por los miembros de la Policía Local de Cáceres".

Pero no, definitivamente hoy no es el Día de los inocentes. Debe tratarse, pues, de un error. ¿No habrá querido referirse el periodista a una congregación mariana en vez de a la Policía Local cacereña? ¿O el error es mío, al pensar, ingenuamente, que había algo en la Constitución acerca de la no confesionalidad del Estado?

6 de julio de 2006

Funerales indiscriminados

CUANDO SE ESCRIBEN LÍNEAS que pueden leer miles de personas resulta muy difícil acertar con las palabras adecuadas para no ser mal interpretado. En determinadas ocasiones habría que tener unas virtudes de las que uno carece para ser capaz de expresar con nitidez las propias ideas sin ofender a nadie. Porque cuanto más a contracorriente nade uno, cuanto más desee uno mostrar su individualidad, más dificultad habrá en conciliar la libre expresión de sus ideas con el deseo de respetar las de las demás. Pero aun a riesgo de ser malinterpretado hay ocasiones en que es imperativo decir hasta aquí hemos llegado. Y, honradamente, creo que determinados tristes acontecimientos sucedidos en nuestro país en los últimos días obligan a no asentir con el silencio. A no dar por bueno lo que se hace por inercia, por temor a salirse de la norma establecida no se sabe muy bien por quién, por el qué dirán.

Quiero hablar, lo diré ya sin más rodeos, del desgraciado accidente ocurrido en el Metro de Valencia y en el que han perdido la vida más de cuarenta personas de distintas edades, ocupaciones, nacionalidades… y creencias religiosas, supongo, incluidos, por supuesto, los que carecieran de ellas, como sucede a un buen porcentaje de españoles según los últimos estudios sociológicos. Si alguien hubiera olvidado que el azar es un componente fundamental de nuestra existencia, bastaría con acontecimientos tan desgarradores como el del accidente del otro día para refrescar nuestra memoria. ¿Por qué ellos y no uno mismo?, podríamos preguntarnos ante tamaña desgracia. ¿Qué había hecho esa niña de ocho años destrozada entre dos vagones para merecer más que nosotros semejante final? Y ante ese tipo de preguntas las respuestas serían innumerables. Entre ellas, desde luego, la que atribuyera sucesos tan dolorosos como el de Valencia a oscuros designios de la Providencia Divina, en la que millones de seres humanos delegan la explicación de todo lo que nuestra razón no alcanza a explicar. Nada habrá que objetar a quienes opten por esa opción, a esa vía de escape. Están en su derecho.

Pero… Pero no todos elegimos esa vía. No todos buscamos el consuelo de divinidades en la desgracia. No todos aceptamos que nuestra existencia se explique por la voluntad inescrutable de ser alguno superior que maneja nuestra vida con hilos cuyo sentido se nos escapa. Y por eso, afortunadamente, nuestro Estado, constitucionalmente, se proclama como no confesional. La libertad de credo, de culto, está reconocida por nuestras leyes de mayor rango. Pero ¿qué ocurre en la práctica?, ¿cómo muestran nuestras máximas autoridades, incluido el Jefe del Estado, que vivimos en un país en el que uno puede declararse ateo, agnóstico, ajeno a cualquier religión, sin que ello le lleve a galeras, al ostracismo, a la condena inquisitorial?

Hubo más de cuarenta personas que por desgracia vieron interrumpida su existencia en un desdichado accidente que, probablemente, hubiera podido evitarse. Son, eran, cuarenta y tantas personas, más cientos de familiares, merecedores de nuestra solidaridad, de nuestro afecto, de nuestro apoyo. Pero ¿no hay, no había otra forma de manifestar institucionalmente esa cercanía a ellos que mediante una ceremonia religiosa católica, apostólica y romana a la que quizás hubieran sido ajenas muchas de las propias víctimas? ¿No podrían al menos los celebrantes de misas y funerales como los que hemos visto en televisión ser más comprensivos con las circunstancias e intentar reducir a la mínima expresión la manifestación de dogmas que, necesariamente, no todos las víctimas compartían? Lo diré de forma más rotunda, acaso juzgada de brutal por alguno de los lectores: Nadie esta libre de acabar sus días en un suceso de las características del de Valencia. Mañana, pasado, quien suscribe puede perecer en un avión que se estrella, en un tren que descarrila, en un terremoto que arrase con todo lo que se halle a cientos de kilómetros de su morada. Pero lo último que desearía uno sería que, en su ausencia, sin su permiso, su nombre se incluyera en una ceremonia acorde con los ritos de una religión que no ha profesado desde que tiene uso de razón y a la mayoría de cuyos ministros, a lo largo de la historia más reciente, siempre ha imputado la contribución más negativa que quepa concebir al avance de la humanidad. ¿Ni muerto le dejarán a uno en paz?