28 de febrero de 2009

Nacionalistas sin nación

CONVERSANDO con un conocido el otro día, coincidíamos en que si, en general, ninguno de los dos simpatizábamos con los nacionalistas, menos aún lo hacíamos con los nacionalistas sin nación. Y confío en que el lector acoja con buen humor el juego de palabras. Es una forma amable de reaccionar frente a estos nuevos chovinistas sin causa que tan pronto creen hallar una identidad propia, buscada con lupa, en el singular modo en que se pronuncian los diminutivos en su comarca, pongamos por caso, como en el peculiar sabor de las bellotas de su pueblo.

Porque, para concretar, lo más parecido a un extremeño honrado, trabajador, solidario con sus semejantes, buena persona, en resumen, no tiene por que ser otro extremeño. Puede ser un neozelandés, por poner el ejemplo más remoto que se me ocurre. Por eso, ciertas expresiones que se utilizan con rimbombancia, con motivo de este o aquel aniversario, como la de "el orgullo de ser extremeños" o lindezas semejantes, me parecen artificialmente introducidas entre nosotros por quienes, viviendo de espaldas a los auténticos deseos de la gente común y normal, inoculan en ella por mero oportunismo actitudes de insolidaridad y egoísmo, potencialmente peligrosas.

No soy aficionado al fútbol, lo siento, pero reconozco que el otro día me detuve por unos instantes en las páginas dedicadas en este periódico a hablar de ese espectáculo. El mismo que provoca oleadas de nacionalismo –”ha ganado España”, se dice y la gente se queda tan contenta–, que hace que luzcan banderas descomunales en los balcones o que turbas encolerizadas que antes han vociferado ante un supuesto asesino se desgañiten en los estadios. Y en esas páginas leí que en un reciente partido entre el Real Madrid y el Liverpool había más jugadores españoles en el equipo inglés que en el supuestamente español. No sé cómo los patrioteros resolverán la contradicción que les supondrá corear “¡España, España!”, sabiendo que la única patria de mayoría de los destinatarios de su cántico es el dinero.

21 de febrero de 2009

¿Libertad de expresión o de injuria?

A QUIENES, como quien suscribe, hemos conocido épocas en la historia de nuestro país en las que todas las libertades estaban perseguidas, nadie nos habrá de dar lecciones sobre una de las más importantes de ellas, la de expresión, indispensable en un sinnúmero de actividades: artísticas, docentes, políticas... Convendría, por cierto, para que los más jóvenes conocieran hasta qué punto llegaba la mente enfermiza de los censores del franquismo, que se mostraran en escuelas e institutos esos carteles de cine en los que, pincel en mano, se prolongaba la longitud de las faldas de algunas actrices; o se proyectaran películas con aquellos doblajes que transformaban amantes en hermanos para ocultar a los espectadores el “adulterio” cometido por los protagonistas... Época, sí, felizmente pasada.

En nuestros días, sin embargo, pareciera que la libertad de expresión no siempre es cabalmente ejercida. ¿De aquellos polvos vendrán estos lodos? Los nuevos medios de comunicación, singularmente el más revolucionario de ellos, internet, proporcionan abundantes ejemplos de lo que digo. Un servidor de ustedes, pongamos por caso, expone aquí semanalmente, en papel, pero también en la versión en la Red de este diario, sus opiniones sobre asuntos de actualidad. Entre sus lectores habrá quienes comulguen con lo que dice. Otros, acaso la mayoría, discreparán de él. Pero todas sus opiniones están encabezadas por nombre y apellidos.

Sin embargo, cuando columnas como ésta aparecen en internet, es frecuente que junto a ellas puedan leerse comentarios que, en muchos casos, amén de anónimos, son insultantes. No se discuten opiniones, lo cual sería legítimo, sino que se ofende groseramente a sus autores. ¿Tiene ello algo que ver con la libertad de expresión o, más bien, con la libertad de injuria?

La semana pasada, uno de esos comentaristas llegaba a desear la aparición de un nuevo coronel Yagüe, el infame responsable de miles de muertes en Badajoz, que ajustara cuentas con tanto "marxista-leninista" como, según él, andaba suelto. ¿Es razonable que los medios den cabida a ese tipo de manifestaciones? Quienes lo permiten debieran formularse seriamente la pregunta.

14 de febrero de 2009

Cual doncella mancillada

VEO LAS FOTOS de esos tipejos hoy de actualidad por la enésima trama de corrupción destapada en nuestro país, los veo disfrazados de sí mismos asistiendo a cierta boda en El Escorial o luciendo relojes de un tamaño más adecuado para el muro de una iglesia que para una muñeca, habanos en ristre, y concluyo, por tópica que sea la frase, que una imagen vale más que mil palabras.

La sensación que tanto robo produce en el común de los ciudadanos, supongo yo, y con independencia de ideologías, es la de hastío, la de pesadumbre. Manejan estos individuos, en conversaciones telefónicas que podían haber sido extraídas de El Padrino, cifras astronómicas, de las que ningún trabajador verá en su vida. Alardean de sus contactos, de cómo tienen a este o aquel cogido por donde más duele, sin posibilidad de que un ataque de esa rara enfermedad en sus círculos llamada honradez ponga en peligro el negocio. Mientras, los padrinos, los que les permiten el atraco, se espían entre sí, dedican dinero de los contribuyentes a sus intereses particulares, a buscar modos de chantajear al adversario, aunque luego todos posen juntos en la misma foto.

La corrupción no es un problema exclusivo del PP. Se da, se ha dado, en otros partidos, aunque no sería justo generalizar; sinceramente, creo que la mayoría de los políticos son honrados. Sin embargo, hay algo destacable en esta semana: la patética posición de un líder, Rajoy, que podría ser algún día –aunque, tal y como van las cosas, parece cada vez más improbable–, presidente del Gobierno. Esa sobreactuación suya del otro día, mostrándose cual inocente doncella mancillada, rodeado de un coro de figurantes con caras de circunstancias, fue, desde mi punto de vista, esclarecedora. Me recordó aquel dicho de que un tonto es quien, si se le señala la Luna, se queda mirando el dedo. A Rajoy alguien le muestra lo que tiene bajo la alfombra y le da una escoba y él la emprende a escobazos con quien le habla. Zapatero y sus amigos deben de estar frotándose las manos.

7 de febrero de 2009

Candidaturas impugnadas

PUEDE QUE algún lector, al terminar de leer las presentes líneas, aplique a su autor aquello de “zapatero a tus zapatos”, pues lo que sigue pretende ser una sencilla reflexión formulada más en el lenguaje de las matemáticas y la lógica, profesionalmente cercano a quien la efectúa y gracias al cual el teorema de Pitágoras se interpreta de igual modo en todo el mundo, que en el de los leguleyos y los políticos, en el que unas palabras significan aquí blanco, allí negro y más allá vaya usted a saber.

Digo lo anterior tras leer alguno de los argumentos utilizados por el Ministerio Fiscal en su impugnación de las candidaturas de la llamada izquierda aberzale para las próximas elecciones al parlamento vasco. Como se sabe, la fiscalía ha aducido que “tanto Democracia 3 Millones como el partido político Askatasuna nacen como fruto del impulso y planificación del entorno ETA-Batasuna para estar presente en estas elecciones”. Habrá de convenirse conmigo en que esa perla de nacer como fruto del impulso del entorno sería difícil de encontrar en un enunciado matemático. Y ello, sin preguntarse qué pueda haber de malo en que alguien quiera “estar presente” en unas elecciones.

Se aceptaría mejor la actuación de la fiscalía si sus argumentos fueran más concretos, menos etéreos. Porque, si no, cabe la posibilidad de pensar que lo que se está buscando en realidad es privar de su derecho a la representación política a decenas de miles de ciudadanos que, por radicales que sean en sus planteamientos, no han matado una mosca en su vida y no van a poder votar a quienes desearían, en beneficio de quienes es fácil suponer.

Y si el argumento de fondo es que en las candidaturas impugnadas figuran personas que no han condenado crímenes execrables, imagine el lector lo que ocurriría si se hubiera aplicado el mismo criterio en todas cuantas elecciones se han celebrado en España desde la muerte del dictador. ¡Pues anda que no hay diputados y senadores que jamás han condenado los crímenes del franquismo!