29 de marzo de 2008

Franco y Salazar son historia

ESCRIBÍA RECIENTEMENTE en su blog el columnista de este periódico Javier Figueiredo sobre el reportaje que un semanario portugués ha dedicado a si el primer ministro luso, José Sócrates, habla español. Al parecer, el político socialista no domina el castellano aunque, cuando las circunstancias lo aconsejan, se expresa con bastante soltura en nuestro idioma.

Quien suscribe, lamentablemente, no conoce la lengua de Camões, pero cada vez que visita el hermoso país vecino, cada vez que pierde el aire en las empinadas cuestas lisboetas o coincide con los parroquianos de una de sus tabernas, cada vez que degusta uma bica en una de las miles de pastelarias en las que, a cualquier hora, personas de toda edad y condición saborean el magnífico café que sirven en ellas, se esfuerza por decir unas palabras en el idioma local, por mal que las pronuncie y por defectuoso que sea su acento. Los portugueses son extremadamente amables y bastará con que observen que un español intenta hablar un poquito en su idioma para que extremen su cortesía, para que incluso se esfuercen, ellos, que están en su tierra, por decir algo en la lengua del visitante.

Recuerdo los años de la Revolución de los claveles, que tantas esperanzas suscitó entre los demócratas españoles. Visitar Lisboa era experiencia única, sus plazas eran parlamentos improvisados y bastaba con que alguien observara que el oyente era español para que le llovieran las atenciones. Le invitaban a una copita de bagaceira, el fortísimo aguardiente, le soltaban, con tan buena voluntad como desconocimiento de las connotaciones del saludo, un tremendo ¡Arriba España!... Aquí, la gente de orden, los mismos que se escandalizan hoy si un concejal no se presta al paripé de asistir a una procesión, advertían a voz en grito sobre los peligros de visitar el país amigo. Aquello, decían, era un caos, una anarquía, y a los españoles poco menos que nos asaltaban y descuartizaban. De ser por estos carcamales, Salazar y Franco seguirían vivitos y coleando.

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26 de marzo de 2008

Por un puñado de dólares

UN TANTO AJENO a la polémica suscitada en la comunidad educativa extremeña a propósito de las clases de recuperación impartidas en los institutos por las tardes, aunque coincida con algunas de las críticas que se han hecho (división del profesorado al ofrecerle horas extraordinarias a las que, acaso, no serían razones pedagógicas las que animaran a adherirse, distinción entre unos y otros alumnos según haya profesores que les impartan esas actividades o no, etcétera), ajeno a todo ello, me topé hace unos días con una noticia que no ha tenido la repercusión que hubiera merecido, quizá por estar ocupados los periódicos en esas fechas en asuntos tan importantes como las procesiones de Semana Santa. Me refiero al acuerdo del Ayuntamiento de Nueva York de entregar dinero en metálico a los estudiantes de primaria y secundaria que acudan a clase y obtengan buenos resultados académicos. Nada de becas o matrículas gratuitas, donación de libros o realización de viajes a lugares de interés cultural, no: dólares contantes y sonantes.

Por el solo hecho de acudir a un examen, los chavales recibirán diez dólares; pero si lo superan, la prima podrá llegar a los cuarenta. De modo que olvídense los profesores de motivar a los chicos inculcándoles que el estudio es el mejor medio de promoción personal, que el esfuerzo ayuda a conseguir metas en la vida o que la libertad individual se basa en buena medida en la cultura que cada cual posea. Tonterías.

Habrá que confiar en que a nuestros responsables educativos, acaso alejados de la prensa durante las vacaciones, puede que asistiendo con alcaldes y otros políticos a las procesiones del lugar, más que nada por su interés cultural, les haya pasado desapercibida la ocurrencia neoyorkina. En caso contrario, y con lo aficionados que somos aquí a tirar la casa por la ventana, no me extrañaría que el curso próximo, para mejorar las estadísticas, las consejerías de educación decidieran copiarla. “¡Evitemos el fracaso escolar a cualquier precio!”, dirían.

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15 de marzo de 2008

¿Cultura, dice usted?

LO ATRIBUIRÉ A QUE la decrepitud me aceche. Sólo así podré entender una noticia leída en estas páginas hace unos días: “Los erasmus preparan una fiesta intercultural en el recinto hípico”. Me extrañó sobremanera que un lugar destinado a solaz y recreo de equinos y jinetes (añadamos amazonas, para no ser tildado de sexista) fuera actualmente cáliz de cultura e intercambio de criterios científicos y humanísticos entre gente universitaria; pero, claro, luego me di de bruces con la realidad. Lo “intercultural” no era lo que yo pensaba, más bien todo lo contrario. Porque, en efecto, durante la tarde del pasado jueves, si las previsiones de los organizadores del evento no fallaron, se habrían instalado en ese lugar “varias jaimas a modo de barra en las que se servirían las copas”; luego, se habría celebrado una “fiesta universitaria, con actuaciones como la de El Pulpo, ya de madrugada”. El Pulpo, tal y como suena.

Los tiempos, como diría Bob Dylan, están cambiando. Y aunque casi en todos los casos esté siendo a mejor, en otros no estoy tan seguro. En esta tierra parece que da miedo llamar a las cosas por su nombre. Y como lo cultural, ya se sabe, es algo que está muy de moda, que se lleva, podrá llamarse cultural a una fiesta en la que lo más importante es el precio de las bebidas. ¿Por qué no, si cultura son también las corridas de toros, especialmente si el picador abre un buen boquete en el cuerpo del astado, cultura es el despeñamiento de una cabra desde la torre de una iglesia o la tortura que en cierta famosa localidad obispal practican los lugareños lanzando al toro dardos con cerbatanas, antes de rebanarle con un cuchillo los testículos. ¿También lo será el botellón?

Ignoro lo que los estudiantes extranjeros que pasan unos meses entre nosotros dirán de vuelta en sus países, pero si explican lo que cuesta una dosis de cultura servida en vaso (5 euros, según el periódico), entonces seremos envidia no sólo de todo el mundo civilizado sino, especialmente, del sin civilizar.

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12 de marzo de 2008

Llamaron, y era el lechero

SI DIÉRAMOS CRÉDITO a lo publicado por la prensa británica hace meses –que buena parte de los jóvenes de aquel país ignoraban quién fue Winston Churchill–, también habríamos de aceptar que algunas de las otrora famosas sentencias del antiguo primer ministro estén cayendo en el olvido. Por ejemplo, aquella tan citada antaño en nuestro país y que hoy en día puede incluso ser incomprendida por buena parte de los lectores: “Democracia es que, cuando llaman a tu puerta a las cinco de la mañana, sea el lechero”. Y acaso sea incomprendida no sólo porque la tradicional estampa del lechero que repartía su mercancía de casa en casa (trayéndola desde El Casar con la ayuda de sufridos burros, en el caso de Cáceres) desapareció hace décadas, sino porque la mayoría de la ciudadanía actual no ha vivido, afortunadamente, la época en que quien podía llamar de madrugada a las puertas, o abrirlas de un patadón, no era precisamente gente de bien.

Olvidada o no, tras las elecciones del pasado domingo podríamos decir que la sentencia del lechero sigue siendo certera. La democracia consistiría, si a los hechos hubiéramos de remitirnos, en que todo resulte previsible, en que no haya sobresaltos, en que a las pocas horas de unos comicios en que participan millones de personas, todo vuelva a su cauce (si alguna vez se salió de él), en que el margen para la sorpresa sea cada vez más reducido. Unos suben un poco, otros bajan algo, la gente vota desapasionadamente, sin grandes ilusiones; contenta, si se quiere, pero sin tirar cohetes en esa tópica “fiesta” a la que tanto aluden los políticos. Las habas están contadas, las horquillas se cierran rápidamente, las variaciones en el cuerpo electoral son mínimas. Aquí, en Extremadura, las capitales de provincia siguen siendo tan de Calle Mayor como siempre...

Este periódico publicó hace menos de dos semanas una estimación de resultados que otorgaba al PSOE el 42,5% de los votos. El domingo obtuvo el 43,6%. ¿Quién, sino el lechero, puede llamar de madrugada?

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8 de marzo de 2008

Encuestas y desconfianza en el elector

ES DIFÍCIL SUSTRAERSE a las opiniones ajenas. Por mucho que cada cual procure tener su propio criterio en asuntos de una u otra índole, nadie es impermeable a lo que se dice a su alrededor. Quizás por ello en muchas ocasiones no buscamos la opinión diferente, enriquecedora, que nos haga modular la nuestra propia; la mayoría de las veces nos resulta más cómodo conversar sólo con quienes sabemos previamente afines. En una campaña electoral como la que termina dentro de unas horas eso se ha hecho especialmente manifiesto. Nadie acude ya a los mítines para escuchar opiniones ajenas, para averiguar qué de original lleva en sus alforjas este o aquel otro candidato. Se llenan las plazas de toros, los polideportivos, sí; pero lo hacen a base de convencidos, de invitados que a menudo parecen marionetas, monigotes que aplauden o saltan según el criterio de quien maneja las cuerdas.

Es quizás debido a ese temor a que una opinión diferente a la propia pueda obligar a un esfuerzo de reflexión que no siempre resulta cómodo, o una cierta desconfianza en la autonomía de cada ciudadano, lo que explica que sigan vigentes, hoy en día, en los tiempos que corren, cuando lo que sucede en un punto del planeta se conoce en sus antípodas en menos de un segundo, normas supuestamente protectoras de la libertad de voto que resultan grotescas. Me refiero, claro, a la prohibición de publicar encuestas en los cinco días previos a unas elecciones como las de mañana. ¿Por qué, por cierto, cinco días y no diez, o veinte? ¿Lo bueno ayer se convierte en malo hoy?

Imaginemos que alguien tuviera decidido votar al PP, por ejemplo, pero una encuesta dijera hoy que ese partido no tiene nada que hacer, salvo mandar al retiro a Rajoy y sustituirlo por la famosa lideresa (lo de Gallardón, con tal tropa, resulta inimaginable). ¿Se quedaría en casa ese hipotético votante o, en el colmo del absurdo, decidiría cambiar su voto y dárselo al PSOE o a IU? Si así viera la ley al ciudadano, sería mejor cambiarla, ¿no creen?

5 de marzo de 2008

¿Candidatos sin sexo?

EN EL COLMO DE LA TRIVIALIDAD en la que ha caído la presente campaña electoral, felizmente próxima a concluir, un periódico gratuito de gran tirada titulaba el pasado lunes que “Zapatero cree que se puede tener sexo durante la campaña, Rajoy lo ve difícil”. Tal como lo leen, información seria y trascendental al cien por cien. Ver semejante imbecilidad –y me muerdo la lengua– en la pantalla me llevó a reflexionar brevemente sobre el nivel en el que se mueven muchos de nuestros medios y de nuestros políticos. Pensé, en primer lugar, en los conocimientos gramaticales que se exigirán hoy en día a los redactores de un periódico. ¿Acaso pueden carecer de sexo, como se deduciría de la preguntita de marras, los políticos, sea en campaña electoral o fuera de ella? ¿Aunque fueran castos cual novicia de las de antes se les podría privar de su condición de hombres o mujeres? ¿Se les podría convertir en seres asexuados? Ya, ya sé que el redactor quería referirse a si en campaña mantenían o no relaciones sexuales, que es cosa distinta de tener sexo, un atributo con el que venimos al mundo y que nos acompañará mientras estemos en él, pero lo que se preguntó a Rajoy y Zapatero fue lo que fue. ¿Se llevarían los candidatos las manos a alguna parte antes de responder?

La segunda reflexión que me hice, de conclusión aún más deprimente que la anterior, lo fue sobre el hecho de que los dos líderes, que deben pensar que todo vale con tal de arañar un voto (aunque a lo mejor con esas actitudes lo pierden), y de los cuales uno será el presidente del Gobierno durante los próximos años, se prestaran a responder a la impertinencia del entrevistador. ¿Cómo es posible que aunque sólo hubiera sido por estrictas razones de dignidad personal no lo mandaran a hacer puñetas? Les aseguro que, al menos para un servidor, hubieran ganado muchos más puntos haciendo callar al iletrado interrogador que repitiendo ad nauseam esos eslóganes que les preparan sus asesores y recitan ante las cámaras como papagayos.

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1 de marzo de 2008

Precisiones sobre las encuestas

SE PRODUCE EN ESTOS DÍAS una avalancha de encuestas sobre los próximos resultados electorales, y cabría la posibilidad de que el lector medio de prensa, o el espectador de televisión, que no tienen por qué conocer el significado de ciertos términos estadísticos, obtuvieran conclusiones erróneas sobre lo que muchos de estos sondeos indican. A veces, en efecto, se les da tal carácter infalible a las prospecciones electorales que cuando, más tarde, los resultados finales no coinciden con los supuestamente anunciados, pensamos que carecían de rigor. Y no siempre sucede así.

Para ilustrar lo que decimos, vamos a tomar como ejemplo una encuesta publicada en este periódico el pasado jueves. Según el resumen de ella, si las elecciones se hubieran celebrado en dicha fecha el PSOE habría obtenido el 42,5% de los votos, mientras que el PP se habría quedado en el 37%; el 20% restante se lo habrían distribuido los demás partidos. Una rápida lectura de esos titulares permitiría deducir, pues, una casi segura victoria de los socialistas.

Sin embargo, en letra menuda, en la ficha técnica de la encuesta se ofrecían datos que hay que leer cuidadosamente. Así, que la muestra utilizada fue de solo 600 personas, lo que hace poco fiable la estimación de distribución de escaños por circunscripción, al estar basada en muy pocos individuos en cada una de ellas. Por otra parte la ficha indicaba que el error era del 4% y el nivel de confianza del 95%; por lo tanto, unos resultados en que el PSOE obtuviera el 38,5% de los votos (resultado de restar al porcentaje estimado el error) y el PP el 41%, entrarían dentro del intervalo determinado por el estudio. Podría darse, pues, una victoria del PP sin que ello supusiera un fallo en la estimación. Además, aunque el nivel de confianza nunca podrá ser del 100%, cuanto más alejado esté de ese valor menos crédito, por así decir, merecerá la estimación. Conviene precisar lo anterior para que luego no se achaque a los estadísticos culpas a las que son ajenos.

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