24 de julio de 2010

Silencios culpables

AUNQUE las generalizaciones sobre los políticos, en las que todos incurrimos a veces, son injustas, pues en cualquier grupo de gente dedicada a una misma actividad hay personas de distinta condición, es destacable que, según todas las encuestas, una de las principales preocupaciones de los españoles la constituyan precisamente quienes rigen los asuntos públicos.

La preocupación tiene su razón de ser, pues los ciudadanos solo sabemos del obrar y decir de los políticos que más están en la palestra, que no son necesariamente los mejores militantes de cada partido, y apenas si sabemos del trabajo de muchas personas anónimas que, en el marco de sus respectivas organizaciones, actúan lo mejor que pueden en pro del bien común, si la expresión no resulta arcaica. Es lógico el descrédito de la mal llamada clase política, porque sus miembros más visibles se lo proporcionan a diario.


Si un presidente de Gobierno hace promesas que luego no cumple y descartamos de buena fe que sea un mentiroso, no nos quedará más remedio que considerarlo un irresponsable, pues no debiera prometerse lo que no se puede cumplir. La confianza que nos merezca como gobernante se resentirá, claro. Pero algo semejante podría decirse de los políticos de la oposición cuya única actitud es el no al adversario. O de los incoherentes: Si los huelguistas son trabajadores del Metro, se pide mano dura con ellos, si son controladores aéreos, “la solución es el diálogo”; si un preso cubano mantiene una huelga de hambre, se critica la inacción de nuestro Ejecutivo para aliviar su situación, si la mediación del ministro de Exteriores consigue la liberación de presos y que aquél salve la vida, se le critica por hacer concesiones al castrismo.

Lo peor, sin embargo, no es que existan razones para la desconfianza. Lo peor es que en los partidos mayoritarios parezca no existir quienes alcen la voz e intenten acabar con el vigente modo de hacer las cosas. ¿Disciplina de partido? Mucho me temo que la ciudadanía atribuya dicho silencio a motivos menos confesables.

17 de julio de 2010

Sin bicicletas para el verano

COMO no soy estudiante, ni extranjero, ni –esto es lo peor– joven, no me encuentro entre quienes usaban el servicio de alquiler de bicicletas que el ayuntamiento de Cáceres puso en marcha hace unos meses. Pero eso no me impide opinar sobre la abrupta interrupción de una prestación cuyo coste inicial, de unos 100.000 euros, debiera haberle proporcionado más larga vida. El resultado de dividir ese coste entre el número de bicicletas que se adquirieron –100, según creo– debiera provocar la reflexión de todos. De quienes pagamos esos gastos y de los responsables de que el negocio, por así decir, parezca haber sido tan ruinoso. Son cosas que no contribuyen a que la gente acepte de buen grado la política de austeridad que se le impone.


Porque, situando este caso de las bicis en su contexto, lo sucedido es un capítulo más de una novela cuya acción transcurre en nuestra ciudad y que está resultando demasiado reiterativa. Una novela en uno de cuyos capítulos se organizan a lo loco y sin reparar en gastos actuaciones de cantantes y festivales y luego, como apenas si asisten a los mismos los organizadores y sus amigos, no hay forma de cuadrar los números. La novela que, en otras páginas, cuenta cómo se realizan obras públicas tan costosas como innecesarias, sobre las que la opinión de la gente se halla –en el mejor de los casos– dividida y cuyos resultados solo parecen satisfacer las inquietudes supuestamente vanguardistas de quienes las dirigen. La novela de proyectos culturales que se anuncian como vitales para la ciudad y que, tan rápidamente como surgen, desaparecen. La de multitudinarios viajes promocionales impropios de momentos como los presentes.

No me arrogaré la facultad de saber qué opinan los demás, pero creo no equivocarme si digo que entre los cacereños, cansados de fuegos artificiales, cunde cierto fatalismo; una dolorosa sensación de que las cosas no tienen remedio, de que nuestros políticos son unos ineptos. No todos lo serán, pero hay que ver cómo se empeñan algunos en hacernos pensar lo contrario.

10 de julio de 2010

Puyol no será Zarra

LOS MITOS de antes eran más duraderos. Y no me refiero a los mitos literarios. Me refiero a estos mitos de carne y hueso asociados a las competiciones deportivas con los que hoy muchos se identifican y en los que cifran sus esperanzas de redención. Antes, sí, eran más duraderos. Y pobres.

Un ciclista se dopaba a base de bocatas de sardinas, mientras sentado en un bordillo esperaba al pelotón tras coronar en solitario una cima alpina, y los escolares poníamos su foto en chapas que constituían nuestro mejor juguete durante años. Nos importaba poco que el mismísimo Franco, tan aficionado al deporte como a la filosofía, sentando un precedente, llamara al Pardo al enjuto escalador para fotografiarse con él. La fama del Águila de Toledo perduró a lo largo del tiempo. Más que la modesta tienda de accesorios ciclistas con la que se ganó la vida tras su retirada.


Un futbolista marcaba un gol de cabeza en Maracaná, en 1950, a la pérfida Albión, y pareció que la Armada Invencible se hubiera desquitado. Zarra –vasco, por cierto– fue durante décadas emblema de la furia española, aunque tuviera que sobrevivir, una vez alejado de los estadios, de un pequeño negocio de artículos deportivos. Por no hablar de Marcelino, autor del famoso gol a Rusia, como decían los del régimen, con el que la selección española ganó la Copa de Europa en 1964. Le premiaron, como a sus compañeros, con 150.000 pesetas y una cena en el hotel Palace.

¿Se recordará dentro de sesenta años el gol de Puyol –catalán, ya saben– a los alemanes? ¿Se considerará gesta propia de héroes? Sin restar méritos al bravo futbolista, creo que no. La rapidez con que los medios devoran hoy a sus criaturas, su necesidad de echar cada día más madera al fuego, de trivializar todo lo que tocan (vean, si no, lo del dichoso pulpo), me hacen pensar que estos ídolos de hoy no vivirán en la memoria colectiva tanto como sus antecesores. Aunque tengan la ventaja sobre ellos de que, cuando abandonen el Olimpo, podrán pagarse un buen alquiler.

3 de julio de 2010

Agoreros interesados

AUNQUE la gente de mi generación –que no es la del 98, pero casi– haga tiempo que peine canas, nunca había oído hablar tanto como ahora de asuntos económicos. Y no porque esa generación, al igual que nuestro país, no haya atravesado por momentos difíciles, sino porque jamás la profusión de informaciones, la avalancha de opiniones sobre lo que se debe y no debe hacer para salir de atolladeros como el actual, habían sido tan abundantes. Hablamos hoy con tal desparpajo de deuda pública, de producto interior bruto, de euribor y tantas otras cosas semejantes, que bien pareciera que todos somos economistas... Pobres economistas, por cierto, atrapados en la contradicción entre lo que su ciencia les enseña que habría que hacer y lo que la avaricia humana –eso que se ha dado en llamar los mercados– impone.


Si, reconocida mi ignorancia en ese campo, me preguntaran qué llama más mi atención de las reacciones ante las medidas del Gobierno para sanear las cuentas públicas, mencionaría ciertos argumentos contra la subida de impuestos. Ya saben ustedes: “Lo único que se logrará haciendo pagar más a quienes tienen grandes patrimonios es que se los lleven a paraísos fiscales”, dicen algunos. O, también, con respecto a los impuestos indirectos: “su subida  provocará un incremento de la economía sumergida; el con IVA o sin IVA se generalizará”, nos cuentan, aparentando ignorar que en muchos países europeos los tipos impositivos son mayores que en el nuestro y no por ello se engaña al erario.

Puede estarse de acuerdo en que la subida de impuestos no es una panacea, pero sería bueno que quienes se quejan de ella reclamaran más lucha contra el fraude fiscal. Porque no basta con usar bases de datos en las que los contribuyentes que ya están en ellas salen en rojo cada vez que por un mísero euro no cuadran sus declaraciones. Habría que esforzarse en descubrir evasores y sumergidos. Aunque solo fuera mirando entre quienes anuncian, fariseos, la posibilidad de que tan dañina especie siga creciendo.