23 de noviembre de 2014

Añoranza de La Clave

NO, no os preocupéis por mí, amigos, no penséis que el paso de los años me ha convertido en uno de esos dinosaurios para los que todo tiempo pasado fue mejor. ¡Faltaba más! Pero a la vista de los espectáculos con apariencia de debate político que ofrecen actualmente las cadenas de televisión en horarios de máxima audiencia, no puedo por menos que echar de menos aquel inolvidable programa que fue La Clave, el de cuando la segunda cadena y no la 2. ¿Lo recordáis?

Tras la proyección de una película, habitualmente interesante, un grupo de seis, siete, incluso ocho invitados debatían tranquilamente, sin prisas, durante dos o tres horas, sobre un tema de actualidad, del que la película había constituido una especie de introducción. Apenas si se interrumpían, jamás daban voces y el moderador, José Luis Balbín —cuidada barba blanca y perenne pipa en mano— se limitaba a ir dando paso a las distintas intervenciones. Los programas solían terminar con un apagado progresivo de luces, mientras los invitados se saludaban y despedían cordialmente.


 


Hoy en cambio los programas que, en cierto sentido, podrían considerarse herederos de aquel, parecen hacerse en busca del espectáculo circense, del intercambio de descalificaciones entre los participantes en las discusiones, que en muchos casos, más que luz sobre los asuntos que tratan, arrojan confusión, malentendidos, demagogia. Tanto ellos, los presentadores, como ellas, las presentadoras, que bien parecieran ser participantes  en un desfile de modas, recitan unos guiones que alguien les ha escrito y aparentan saber tanto sobre los temas en discusión como yo del noble arte del cultivo del bonsái.

Si hoy entronizan a un personaje, ensalzan un movimiento político de nuevo cuño, porque eso les hace aumentar la audiencia e incrementar los ingresos publicitarios, mañana pueden hacer exactamente lo contrario, denigrar a ese mismo político, ridiculizar sus planteamientos, hacerle subir a un cuadrilátero en el que una banda de la porra intentará dar buena cuenta de él. Y todo ello, exactamente por las mismas razones por las que el día anterior hacían lo contrario —business is business— o porque alguien se ha asustado de lo que estaba ocurriendo y ha llamado al orden.

No son programas que contribuyan a incrementar la cultura política del país, favorezcan el diálogo civilizado entre personas de distintas ideologías o muestren a la audiencia que es posible escuchar respetuosamente argumentos distintos de los que uno mismo mantiene. Como le sucedía a la mona que se vestía de seda, siguen siendo programas basura por mucho que se intenten echar sobre los hombros una capa de respetabilidad.

La Clave podía verse sin mascarilla, respirando a pleno pulmón. Con estos programas, en cambio, toda precaución es poca. La contaminación resulta prácticamente inevitable.


14 de noviembre de 2014

House of trileros

ACABADA ya la época de las grandes películas de Hollywood, proyectadas en pantallas inmensas,  tan enormes como los cines ante los que se formaban grandes colas, e incluso a punto de pasar a mejor vida los años de las proyectadas simultáneamente durante dos o tres días en miles de pequeñas salas de todo el mundo, las series de televisión se están constituyendo, de hecho se han constituido ya, en una nueva forma de expresión artística que nada tiene que envidiar a sus “mayores”. No es difícil encontrar entre ellas verdaderas obras maestras.



Una de las que más me ha impresionado últimamente ha sido House of Cards (la versión americana, porque la versión original, británica, rodada a finales de los años 90, vista con los ojos de hoy resulta un tanto teatral, en el mal sentido del término). La formidable serie –el lector lo sabe perfectamente– nos muestra en toda su crudeza hasta qué punto un político norteamericano sin escrúpulos (el congresista Francis "Frank" J. Underwood, magistralmente interpretado por Kevin Spacey) utiliza todo tipo de resortes, legales o ilegales, éticos o infames, con tal de alcanzar más poder cada día, de ascender en el escalafón y llegar a lo más alto. Todo está permitido, cualquier maniobra es lícita, ninguna opción es descartable.

Es probable que si yo mismo hubiera visto esa serie hace diez o quince años, hubiera pensado que la imaginación de sus guionistas alcanzaba niveles de delirio y que situaciones como las que vemos en el televisor difícilmente podrían darse en nuestro país, por ejemplo. La gente de mi generación, cuya primera juventud transcurrió bajo la dictadura, cuando solo hacían política los franquistas o los idealistas, creía que la dedicación a dicha actividad solo podría basarse en motivos tan nobles como los de contribuir al bien común, mejorar la sociedad en que se viviera…

Si hubiera visto esa serie hace diez o quince años, sí. ¡Qué cosas!

El espectáculo que estamos presenciando en España en los últimos tiempos evidencia que no era tanta la imaginación de los creadores de House of Cards, que incluso se quedaban cortos. Dosieres ocultos, chantajes, puñaladas por la espalda... Personajillos encumbrados al poder no se sabe muy bien por qué –quizás por su facilidad para convertirse en marionetas– sin problema alguno en sostener hoy una cosa, mañana la contraria y pasado mañana una tercera; periodistas que en tiempos respetaban y hoy han olvidado que existe una cosa llamada deontología profesional, mercaderes formados en escuelas de élite que venden a Jesucristo o a Satanás, según se tercie, sin descomponer el gesto. Todo se compra, pues todo se vende.

En House of Cards el protagonista no tiene problema en eliminar incluso físicamente a quienes obstaculicen su carrera. Aquí, afortunadamente, no hemos llegado a eso. Quisiera equivocarme, pero no creo que sea por falta de ganas.