14 de noviembre de 2014

House of trileros

ACABADA ya la época de las grandes películas de Hollywood, proyectadas en pantallas inmensas,  tan enormes como los cines ante los que se formaban grandes colas, e incluso a punto de pasar a mejor vida los años de las proyectadas simultáneamente durante dos o tres días en miles de pequeñas salas de todo el mundo, las series de televisión se están constituyendo, de hecho se han constituido ya, en una nueva forma de expresión artística que nada tiene que envidiar a sus “mayores”. No es difícil encontrar entre ellas verdaderas obras maestras.



Una de las que más me ha impresionado últimamente ha sido House of Cards (la versión americana, porque la versión original, británica, rodada a finales de los años 90, vista con los ojos de hoy resulta un tanto teatral, en el mal sentido del término). La formidable serie –el lector lo sabe perfectamente– nos muestra en toda su crudeza hasta qué punto un político norteamericano sin escrúpulos (el congresista Francis "Frank" J. Underwood, magistralmente interpretado por Kevin Spacey) utiliza todo tipo de resortes, legales o ilegales, éticos o infames, con tal de alcanzar más poder cada día, de ascender en el escalafón y llegar a lo más alto. Todo está permitido, cualquier maniobra es lícita, ninguna opción es descartable.

Es probable que si yo mismo hubiera visto esa serie hace diez o quince años, hubiera pensado que la imaginación de sus guionistas alcanzaba niveles de delirio y que situaciones como las que vemos en el televisor difícilmente podrían darse en nuestro país, por ejemplo. La gente de mi generación, cuya primera juventud transcurrió bajo la dictadura, cuando solo hacían política los franquistas o los idealistas, creía que la dedicación a dicha actividad solo podría basarse en motivos tan nobles como los de contribuir al bien común, mejorar la sociedad en que se viviera…

Si hubiera visto esa serie hace diez o quince años, sí. ¡Qué cosas!

El espectáculo que estamos presenciando en España en los últimos tiempos evidencia que no era tanta la imaginación de los creadores de House of Cards, que incluso se quedaban cortos. Dosieres ocultos, chantajes, puñaladas por la espalda... Personajillos encumbrados al poder no se sabe muy bien por qué –quizás por su facilidad para convertirse en marionetas– sin problema alguno en sostener hoy una cosa, mañana la contraria y pasado mañana una tercera; periodistas que en tiempos respetaban y hoy han olvidado que existe una cosa llamada deontología profesional, mercaderes formados en escuelas de élite que venden a Jesucristo o a Satanás, según se tercie, sin descomponer el gesto. Todo se compra, pues todo se vende.

En House of Cards el protagonista no tiene problema en eliminar incluso físicamente a quienes obstaculicen su carrera. Aquí, afortunadamente, no hemos llegado a eso. Quisiera equivocarme, pero no creo que sea por falta de ganas.