26 de septiembre de 2006

Seguiremos pagando a la Iglesia

HAY UN ASPECTO en el reciente acuerdo entre el Estado español y la Iglesia católica para que la asignación de fondos a través del IRPF pase del 0,5% actual al 0,7%, suprimiéndose la garantía del Estado de cubrir la diferencia entre lo recaudado por esta vía y la cantidad global asignada hasta ahora, que, a mi juicio, no ha sido suficientemente explicado. Me refiero a que, en realidad, los no católicos, nos guste o no, seguiremos contribuyendo a esa financiación.

Por poner un ejemplo sencillo, es como si una comunidad de vecinos necesitara equis euros mensuales para atender sus gastos. Pues bien, si de la cuota que pagan parte de esos vecinos se detrajera cada mes un porcentaje para otros fines distintos de los de la propia comunidad y específicos de ese grupo, de aficionados al teatro, por ejemplo, es evidente que lo que pagan los demás habría de aumentar hasta cubrir la diferencia producida. O, si así no se hiciera, los servicios prestados por la comunidad habrían de reducirse. Lo lógico sería que los aficionados al teatro llevaran una contabilidad propia, al margen de la general.

De modo que en este asunto, al igual que en otros, el Gobierno sigue topándose con la Conferencia Episcopal.

19 de septiembre de 2006

Regreso a las aulas

LA TEORÍA DE PROBABILIDADES, y sé de lo que hablo, dirá lo que quiera, pero las casualidades son a veces asombrosas. Lo digo porque en toda mi vida me habrán parado dos veces en la calle, al azar, unos jóvenes periodistas para completar con mis respuestas a sus preguntas una de esas encuestas, no del todo rigurosas, que aparecen en los periódicos. La primera vez fue hace un cuarto de siglo, a principios de los ochenta, y lo que me preguntaron los reporteros, armados de un mísero cuadernillo de anillas, fue si sabía quién era un señor llamado Rodríguez Ibarra. Quedaron enormemente sorprendidos cuando les dije que sí y les hablé de él. De un sinnúmero de personas a las que habían interrogado, era yo la primera que respondía afirmativamente. Y justamente hoy, el día anterior a este en el que leen ustedes las presentes líneas, acababa un servidor de levantarse del sillón del dentista, con el que jamás osaré mantener una polémica ni hablar de política, cuando otro par de jóvenes, esta vez provistos de aparatos de grabación y cámaras digitales, me preguntaron de sopetón qué pensaba de la retirada de Ibarra, que acababa de anunciarse.

Supongo que solté algún taco, que para eso están, y con la sinceridad que da la inmediatez, les respondí lo que van a leer ustedes ahora. Les dije, sin más, que me parecía una decisión acertadísima. Para él, lo cual es importante, pero, sobre todo, para los extremeños. He opinado en alguna ocasión que todos, al paso de los años, tendemos a hacer aquello que los demás esperan que hagamos, alejándonos incluso de lo que hubiera sido nuestra forma de proceder genuina y natural. E Ibarra, en este aspecto, se había convertido en una caricatura de sí mismo. Dicho sea, innecesario es aclararlo, con el máximo respeto a su persona y a quien ha contribuido de una admirable manera al progreso de Extremadura. Pero eran ya muchos años de oírle decir lo mismo, de decisiones personalísimas, tomadas sin considerar opiniones que no procedieran de aduladores y cortesanos. De viajes a Segovia y peticiones de indultos. Algunos aspectos de su política me han parecido peligrosísimos, especialmente ese empeño suyo en reafirmar los valores propios a base de ignorar los de los demás. ¿No se puede defender lo de uno sin atacar lo ajeno? Acabo de escuchar al inefable Zaplana en unas viperinas declaraciones en las que, sin citarlos por su nombre, elogia a Ibarra, a Bono... ¿No le resultará eso suficientemente ilustrativo a nuestro hombre?

Pero, en fin, obligado por la rapidez con la que hago estas reflexiones, no puedo terminar sin referirme brevemente al anunciado regreso de Ibarra a las aulas. Y en este punto, como profesor que soy, me olvido de su condición de político y me fijo en su condición de colega y, especialmente, en la necesidad de que cuide al máximo su salud que, de todo corazón, deseo sea estupenda durante muchos años. Y le digo que la mejor prueba de que ha pasado demasiado tiempo en el cargo es que, ingenuamente, crea que en las aulas su equilibrio físico y psíquico no correrá peligro. ¡Cómo se nota que hace décadas que no las pisa!

16 de septiembre de 2006

Palabras, palabras, palabras

TIENE MÁS RAZÓN que un santo la Federación de Enseñanza de Comisiones Obreras de Extremadura cuando, en nota hecha pública recientemente, insta a la Consejería de Educación a poner en práctica en el menor plazo posible un buen número de las medidas acordadas con los sindicatos en el curso pasado para –cita literal– “la mejora de la calidad de la educación del siglo XXI”. Pretensión ambiciosa, como se ve. Pero, en efecto, en dicho acuerdo, rebosante de declaraciones tan bien intencionadas como de plasmación imposible de verificar (“se desarrollará un ambicioso programa de refuerzo”, “se potenciará la cultura emprendedora”, etcétera), se contenían algunas medidas concretas, como la reducción de jornada lectiva a los profesores mayores de 55 años o el establecimiento de compensación económica para algunas tareas lectivas singulares, cuya puesta en práctica, por lo que se ve, se ha dejado para mejor ocasión.

De modo que si cuando se trata de hacer realidad acuerdos muy sencillos de aplicar se muestra así de eficaz la Consejería, ¿qué hemos de pensar acerca de propósitos tan etéreos como “producir un cambio de actitudes y planteamientos por parte de educadores” o “poner en marcha una serie de medidas que entroncando con el modelo educativo extremeño y fiel a sus rasgos característicos, se agrupen en torno a ciertos ejes vertebradores”, también enunciados en el acuerdo citado? "Palabras, palabras, palabras".

Pocos efectivos

TENÍA QUE OCURRIR: si día sí, día no, se oye en emisoras de radio y televisión, y se lee en los periódicos, que determinado país ha enviado dos mil, o los que sea, efectivos a tal misión de carácter bélico, cuando debieran decir soldados o militares, pues efectivos es, en este caso, equivalente a cantidad o número, hace unos días sucedió lo inevitable: un locutor de la televisión autonómica extremeña se quedó tan tranquilo tras informar en un noticiario de que un efectivo había resultado herido de un tiro en la ciudad de Badajoz. En fin, que mucho hablar de padres y madres, en este comienzo de curso, o de niños y niñas, con la loable intención de evitar la discriminación, y luego reduces a un policía o a un militar a la condición de efectivo. Estamos apañados. ¿Jugarán los chavales, dentro de poco, a efectivos y ladrones?

13 de septiembre de 2006

Al empezar un nuevo curso

RECUERDO CON GRATITUD a muchos de mis profesores. De cuando niño, en la enseñanza primaria y en el bachillerato, y de joven, en la convulsa universidad de finales de los sesenta. Cierro los ojos y veo a don Antonio Ruiz, por ejemplo, en las desvencijadas aulas del colegio Paideuterium de Cáceres. No teníamos aún diez años los chavales, todos chicos, que atiborrábamos su clase, y él, maestro ejemplar, se esforzaba, probablemente pagado con menos de dos reales, en prepararnos para el temido ingreso en el bachillerato. Lo veo afilando con viejas cuchillas de afeitar, ya desechadas para tal función, el lápiz rojo con el que corregía nuestras faltas de ortografía y las cuentas mal hechas. Si dijera que hasta nos enseñó a calcular raíces cúbicas alguien podría pensar que exageraría, pero es la pura verdad. Luego, en el bachillerato, que entonces se cursaba desde los once hasta los dieciséis o diecisiete años, tuvimos oportunidad de aprender de la mano de profesores como don José Mariño, con sus magistrales clases de Latín, o de don Juan González Peramato, cuyas lecciones de Matemáticas y Física siempre he considerado, en mis más de 35 años como profesor, ejemplo de elegancia y precisión. Su rigor, en el mejor sentido de la palabra, y su capacidad de síntesis eran envidiables... No son los únicos, por supuesto, a quienes recuerdo. Me vienen también a la cabeza los nombres de don Ricardo Durán, tan joven y deportista entonces como ahora, a sus 76 años, de don Aurelio Luna, con un concepto de la disciplina que hoy sería, afortunadamente, imposible de poner en práctica... De todos ellos aprendí y a todos, ya lo he dicho, les guardo gratitud.

En la universidad, pese a los efectos de la purga franquista, que se mantuvo hasta la muerte del dictador, había excepciones y conocí, ya en las facultades de ciencias, catedráticos excelentes. El profesor Galán, por ejemplo, en Salamanca, siempre maltratado por las autoridades académicas, y que hablaba del ADN cuando aquí casi nadie sabía de qué se trataba. Don Norberto Cuesta, personaje singular donde los hubiera, con sus peculiares clases de matemáticas, a un nivel que se nos antojaba inalcanzable a muchos de sus alumnos, y dueño de un lenguaje que hubiera causado la envidia de más de un académico. Capaz incluso, llevado de su amor por la maravillosa ciudad del Tormes, de mantener una polémica pública con un obispo de nombre olvidado, debido a las obras que el clérigo efectuó en un edificio antiguo. Sus clases eran un espectáculo, como lo fueron más tarde, en Zaragoza, las de don Baltasar Rodríguez Salinas, eminencia del Análisis matemático que hubiera sido una figura internacional si el contexto en el que se desenvolvía no hubiera sido tan provinciano.

Podría citar muchos otros nombres, pero valgan los anteriores como ejemplo. Pienso en ellos en estas fechas en que se inicia un nuevo curso y en las que uno mismo se encuentra ya en la última etapa de su dilatada carrera docente. Pienso en ellos y, llevado por una mentalidad que acaso alguien juzgue de trasnochada, medito sobre lo mucho que nos enseñaron a sus alumnos, casi sin saberlo, podríamos decir. Sin hacer mayor mérito de ello. Sin utilizar palabras grandilocuentes que, con frecuencia, sólo sirven para envolver absolutos vacíos. Pienso en ellos en estas fechas en las que los profesores hemos de redactar mil y una programaciones y hacer reuniones sin tino: de tutores, de grupos de adaptaciones curriculares, con los padres (y madres, faltaba más), en las que, como dijo el otro, a veces pareciera que hablásemos en prosa sin saberlo. Documentos oficiales emanados de las consejerías de educación rebosan de alumnos/as, profesor/a, coordinador/a, padres/madres, proyectos curriculares, Plan de Actuación para el Control del Absentismo Escolar (las mayúsculas no me las invento) que ocupan folios y folios de indigesta lectura. ¡Pobres de mis admirados y respetados profesores de cuando joven y, sobre todo, pobres de sus esforzados discípulos, si aquellos hubieran tenido que perder el tiempo con tanta tontería como la que hoy campa a sus anchas en los centros escolares y si nosotros, sus discípulos, en lugar de aprovecharnos de sus enseñanzas, hubiéramos tomado el camino a ningún sitio por el que hoy, como fruto de tanta palabrería de tres al cuarto, transitan muchos de nuestros propios alumnos!

8 de septiembre de 2006

Cohen en Lorca

A FINALES DE LOS SESENTA, digo bien, de los años sesenta del pasado siglo, la música que se oía en las radios y en la una, grande y libre Televisión Española de la época era la de Karina, Los Bravos o, si nos poníamos en plan folclórico, Lola Flores y Manolo Escobar. Los más modernos oían también, aceptémoslo, a gente como Françoise Hardy, Adamo o, incluso, Jacques Brel. En los institutos se estudiaba francés y en inglés sólo sabíamos decir good morning y thank you. Por eso, cuando una amiga que había regresado de Londres nos puso en una de aquellas reuniones semi clandestinas de la época un disco de un desconocido cantautor canadiense llamado Leonard Cohen, todos mostramos caras de circunstancias. Que cambiaron al poco: el LP contenía una de las más maravillosas canciones que nunca hubiéramos escuchado: Suzanne, de la que luego se harían cientos, si no miles de versiones: Now Suzanne takes your hand, and she leads you to the river, decía una letra llena de dulzura y espiritualidad. Fue entonces, en aquel mismo momento, cuando se obró el milagro y nos convertimos en seguidores irredentos del poeta, cantante, y seductor irresistible nacido hace ya 71 años en Montreal. A aquel primer disco le siguieron muchos otros y canciones como The Partisan (freedom soon will come; then we'll come from the shadows), un cántico a la Resistencia francesa, o Chelsea Hotel (you told me again you preferred handsome men but for me you would make an exception), en la que Cohen rememoraba un encuentro con Janis Joplin, no hicieron sino incrementar nuestra admiración por un músico que hacía de la desesperanza, combatida a base de ironía, signo de identificación.

Asistimos por primera y única vez a un concierto de Leonard Cohen en el año 1993, en Madrid (una actuación a la que habíamos previsto asistir años antes, en el Teatro Romano de Mérida, hubo de suspenderse a causa de una inoportuna tormenta). Y cuando, al fin, pudimos escucharle en persona, acompañado de Perla Batalla y Julie Christensen, la emoción que se extendió por el Palacio de Deportes, donde se desarrolló el evento, desbordó todo lo imaginable. Cohen estaba en pleno dominio de sus recursos. Con extremada elegancia, voz profunda, compatible con una apariencia física que rozaba la fragilidad, y un poder de seducción que convertía en normal la nutrida lista de sus amantes, se metió al maduro auditorio en el bolsillo. La interpretación de la bellísima Take this waltz, basada en un poema de su admirado García Lorca (Oh my love, oh my love, take this waltz, take this waltz, It's yours now. It's all that there is) supuso el punto culminante de una noche que, por mucho que pasen los años, permanecerá viva en la memoria de quienes tuvimos la fortuna de vivirla.

De modo, amable lector, que con esos antecedentes se entenderá que alguien como quien suscribe recorriera más de 700 kilómetros en plena canícula, desde Cáceres hasta Lorca, para asistir, en el majestuoso castillo de esa personalísima ciudad murciana, al concierto en homenaje al artista canadiense celebrado el pasado día 22 de julio. Organizado, entre otros, por Alberto Manzano, traductor al castellano de nuestro hombre y autor de varios libros sobre él, reunió en una noche inolvidable a gente aparentemente tan diversa como Enrique Morente, John Cale, Anjani Thomas (la actual compañera de Cohen), Luz Casal, Javier Muguruza, Jackson Browne, Perla Batalla y muchos otros. Aparentemente diversa, digo, porque, al menos en esta ocasión, a todos unió su identificación con la música y la poesía de Cohen. Hay acontecimientos que por irrepetibles se convierten en memorables, y eso le sucede al que vivimos en Lorca en aquella noche de ensueño. Cuando al final, todos, artistas y público, cantamos al unísono una de las más célebres creaciones de Leonard Cohen, dirigidos por un magistral John Cale al piano, cuando entonamos a pleno pulmón, con palmas flamencas incluidas, la maravillosa Hallelujah (You saw her bathing on the roof, her beauty and the moonlight overthrew you), supimos que algo indefinible nos unía a todos y nos hacía partícipes de una emoción que difícilmente podríamos trasladar a quienes más tarde nos oyeran hablar de lo sucedido. Los muros del castillo lorquino aún deben conservar señales de la conmoción que, a buen seguro, ellos también sufrieron.

7 de septiembre de 2006

Guías para "supermanes".

TENGO EN LAS MANOS las llamadas páginas blancas, o sea, la guía alfabética de abonados que publica anualmente Telefónica. Y me permito hacer a esa compañía, en el convencimiento de que el gasto que mi propuesta acarrearía no causaría perjuicios irreparables a su cuenta de resultados, la sugerencia de que, en la próxima ocasión en que repartan la guía, tengan la amabilidad de acompañarla de una lupa de ¿ocho aumentos?

Sé que la vista de quienes somos talluditos no es la misma de cuando teníamos veinte años, pero justamente por eso debiera tenérsenos un poco más en cuenta.

¿De veras hay alguien que no sea Clark Kent después de despojarse de la camisa que pueda leer la letra microscópica que utilizan en dichas publicaciones?