21 de abril de 2007

La falacia de Rajoy

CONFIESO QUE ni en su día aguanté toda la intervención de Zapatero en la primera edición del programa Tengo una pregunta para usted, ni el pasado jueves pude estar más de media hora ante la pantalla cuando el personaje interrogado fue el señor Rajoy; al que, por cierto, no sé por qué se empeñan algunos en llaman líder de la oposición, como si la única oposición al Gobierno fuera la del Partido Popular.

El caso es que aunque se pudiera discutir sobre si es preferible decir lo que uno piensa (caso de Zapatero, al creer, erróneamente, que con 80 céntimos se podía pagar un café) o bien irse por los cerros de Úbeda, cuando la pregunta es incómoda (caso de Rajoy, cuando le mencionaron su salario), hay algo que me parece especialmente ilustrativo sobre el pensamiento del político conservador. Me refiero a que cuando un invitado al programa le habló de las banderas franquistas presentes en alguna de las manifestaciones convocadas por el PP, Rajoy respondió que pudo haber dos, pero muchas menos que las "decenas" de banderas republicanas que suelen verse en las manifestaciones de la izquierda. Y claro, eso lo retrata hasta los huesos. Porque comparar la bandera de un régimen democrático como fue la Segunda República española con la de una dictadura como la del general Franco es como mínimo una frivolidad, si no la manifestación de que aún queda bastante camino que recorrer al PP para que muchos españoles lo consideremos un partido realmente democrático.

20 de abril de 2007

Los inventos del tebeo en educación

HACE MÁS DE 30 AÑOS, en diciembre de 1976, cuando Santiago Carrillo aún tenía que andar con peluca por las calles de Madrid y alguno de los actuales demócratas de toda la vida dudaban entre sacar brillo a sus correajes o meterlos en el baúl, un numeroso grupo de profesores españoles, la mayoría catalanes, pero también unos cuantos extremeños, visitamos Cuba. Nuestro objetivo era conocer el sistema educativo vigente en el país caribeño desde el triunfo de la revolución. Los avances en algo tan prioritario en aquellas tierras como la alfabetización de toda la población, lograda en un tiempo récord, o en el campo de los estudios universitarios, como los de medicina, ya eran reconocidos universalmente. De aquel viaje, me permitirá el lector que recuerde una sola anécdota, pues algo tiene que ver con la actualidad educativa en la España de nuestros días. Consistió ésta en que hallándonos los visitantes en una escuela rural, su joven director, animado de un impulso revolucionario que acaso le había cegado los ojos, se mostró extraordinariamente satisfecho porque, según nos dijo, mientras que el ministerio de educación, desde La Habana, había planificado para su escuela un porcentaje de éxito del 96%, ellos habían logrado mejorarlo hasta el 98%. Lo que a muchos de los presentes nos hizo pensar que si de lo que se trataba era de superar lo planificado, de modo que aprobaran cuantos más alumnos mejor, sin importar cómo, aún se podría haber llegado al 100%.

Sé que lo anterior es una simplificación, pero he recordado la anécdota al enterarme de los nuevos (¡otra vez novedades, Dios mío!) proyectos del Ministerio de Educación —esta vez el de España, no el de Cuba— sobre las condiciones en que los alumnos de bachillerato podrán pasar de un curso al siguiente. Desde luego, así es fácil acabar con el fracaso escolar. Y confío en que el lector sepa interpretar la ironía, que es un arma cuyo uso a veces depara sorpresas. Porque, en efecto, nada mejor para obviar lo que nos desagrada que cambiarle el nombre. Hace unas semanas, por ejemplo, nos anunciaron que en las calificaciones escolares habría que prescindir de la que siempre, aun utilizada con carácter excepcional, ha servido para poner de manifiesto la total falta de conocimientos, esfuerzo, interés, incluso presencia en las aulas, de determinados alumnos. El dichoso cero, vamos. ¡Qué ridículo temor a las palabras! En eso, lamento decirlo, parece que algunos legisladores aún no se hayan liberado del lenguaje franquista, que estipulaba que no había obreros sino productores; tampoco maestros, sino profesores de educación general básica; nada de enfermeros, sino ayudantes técnico sanitarios, ni mucho menos hospitales, convertidos en residencias. Bueno, pues ahora, cuando ya habíamos admitido que no existe el mal estudiante, sino el alumno diverso, ni el chico que no da un palo al agua, sino el desmotivado, tampoco va a existir el cero. Se ha escrito ya tanto sobre eso que no merecería la pena insistir, pero el nuevo y revolucionario invento del tebeo que han parido las preclaras mentes ministeriales nos vuelve a sacar de nuestro ensimismamiento. Ya saben: el alumno, pobrecito él, que suspenda cuatro o cinco asignaturas en el primer curso de bachillerato (todas menos esas a las que no hace falta poner nombre), para que no se sienta frustrado ni cercenado en sus derechos inalienables, podrá matricularse en diversas materias del curso siguiente. Como si estuviera en la universidad, vamos, y no recibiendo en los institutos unas enseñanzas básicas en las que difícilmente pueden separarse las churras de las merinas.

Está muy bien, y ahora sin ironía, que los chavales con más dificultades, con una formación inicial o unas condiciones sociales más desfavorables, reciban toda la ayuda que se les pueda prestar; es magnífico que el sistema escolar no los margine prematuramente, etcétera, etcétera. ¿Habrá alguna persona razonable que no defienda esos principios? Pero basta ya, por favor, de juegos de palabras, de malabarismos seudo pedagógicos, de enmascarar la realidad a base de cosmética y coloretes. Y empecemos de una vez a legislar pensando, también, en el mérito de los chicos, en quienes acuden a la enseñanza pública dispuestos a trabajar en aras de su progreso social y personal. Dejémonos de adoptar decisiones falsamente progresistas en las que ya no creen ni quienes las propugnan.

Pulsa aquí para descargar el artículo tal y como apareció publicado en la prensa.

17 de abril de 2007

Radio París

EL DÍA 2 DE JULIO DE 1999, el director de El País tuvo la amabilidad de publicar una carta mía, de igual titulo que la presente. Hoy podría repetir buena parte de su contenido. Decía entonces que en una noche cualquiera del año 1969, en la habitación de un colegio mayor zaragozano, más de veinte personas escuchaban en silencio la radio: "Ici Paris. Vous pouvez entendre notre emission en langue espagnole...". Las inolvidables voces de Adelita del Campo y Julián Antonio Ramírez llevaban a miles de hogares españoles las noticias que la dictadura franquista, que acababa de proclamar su enésimo estado de excepción, nos ocultaba.

Muchas veces, acabado tan triste periodo de nuestra historia, me pregunté qué habría sido de aquella pareja amiga a la que, paradójicamente, las libertades recuperadas habían terminado por silenciar. ¡Cuántos deseos de agradecerles el ánimo, el rigor, la objetividad que pusieron en su trabajo, mucho más trascendente que el de algunos locutores que hoy en día informan con igual tono de voz de una inmensa tragedia que del resultado de un partido de canicas!

Hace ya casi ocho años me enteré con tristeza del fallecimiento de Adelita del Campo. Hoy lo hago del de su compañero Julián Antonio Ramírez. Sus nombres quedarán para siempre asociados en mi memoria, y en la de tanta gente de mi edad, a una generación que sigue suscitando nuestra admiración y respeto.

5 de abril de 2007

La buena educación se mama

HACE UNAS SEMANAS, con motivo de una pequeña reforma que había de realizar en mi domicilio, recibí la visita de un par de jóvenes trabajadores, ambos varones, vestidos de desigual manera: de forma convencional uno de ellos y con aspecto, digamos alternativo, piercings incluidos, el segundo. Ambos rondando la veintena. Los saludé cordialmente —la gente suele tratarte como tú la trates— y los acompañé al lugar en que habían de hacer su faena. De los dos chicos, apenas algo mayores que mis alumnos de bachillerato, uno me había devuelto el saludo muy educadamente, mientras que el otro había emitido una especie de gruñido que me esforcé en interpretar como su forma de dar los buenos días. Sea como fuere, al cabo de unos instantes los dejé en sus tareas y yo volví a las mías.

Pasada media hora, más o menos, me acerqué al lugar en el que estaban para interesarme por su quehacer y, de paso, mantener con ellos una breve conversación; sobre nada en especial, sino como una muestra de atención hacia quienes, a fin de cuentas, me estaban prestando un servicio. El joven que me había devuelto el saludo inicial de forma correcta respondió a mis preguntas con amabilidad exquisita y haciendo uso de una riqueza de léxico sorprendente en alguien de su edad; ojalá, me dije, muchos de mis alumnos, o incluso otras personas con titulaciones superiores, se expresaran con tanta propiedad y precisión. El segundo chico, en cambio, no dijo ni mu. Incluso, ante una observación mía sobre la conveniencia de que cuidara una operación que estaba realizando, respondió con cierta displicencia, de modo que hubo de ser su propio compañero quien le conminara a que la efectuara en las debidas condiciones. Aceptó a regañadientes y al final de la mañana, como la obra requería de dos jornadas, convinimos en cuándo volverían para terminar lo emprendido.

Pasado el plazo acordado y abierta la puerta tras una llamada, me encontré con sólo uno de los dos jóvenes de la vez anterior: el que se había mostrado más amable y de cuyo trato a los clientes su empresa podría sentirse satisfecha. Con algo más de confianza conmigo que en la primera ocasión, me preguntó cómo estaba, hizo alguna observación sobre lo adelantada que se presentaba este año la primavera y empezó a trabajar sin más pérdida de tiempo. No dejé pasar muchos minutos antes de volver junto a él para, abiertamente, felicitarle por su educación, por su forma de trabajar y, procurando ser prudente, comparar su actitud con la de su ausente colega. Le pregunté cuánto tiempo llevaba en nuestra ciudad —apenas cinco años, me dijo, a diferencia de su compañero, cacereño de nacimiento— y ante una pregunta mía sobre algo de geografía, lamentó no poder responderla, pues apenas, me dijo, si había ido a la escuela. Le hice notar, de nuevo, lo sorprendente que resultaba encontrarse con alguien que, tan joven como él, daba muestras de una educación tan excelente. La respuesta que me dio fue conmovedora. Me dijo, literalmente, que eso, la buena educación, se lo habían enseñando “en la casa”; en su lejana casa colombiana. Que allí, en Colombia, era normal enseñar a los niños a saludar correctamente cuando se entraba en algún sitio, a tratar con respeto a las personas mayores... Había tenido que emigrar desde su tierra, añadió, para poder ayudar a sus padres y hermanos. Lamentó no haber podido seguir por dicha causa estudios, salvo los muy elementales, como hubiera sido su deseo.

Y la frase esa, la de que la buena educación se la habían enseñado “en la casa” (para referirse al modesto hogar en que se crió en una zona rural de la enorme nación sudamericana), me hizo reflexionar sobre lo que aquí, en nuestro desarrollado país, en nuestra región, en nuestras aulas rebosantes de ordenadores, móviles y otras zarandajas, podemos o no hacer los profesores. Porque los docentes podremos enseñar, mal que bien, matemáticas o inglés, historia o tecnología; pero lo que nunca podremos hacer es lo que debieran hacer los padres en cada casa, lo que debieran trasmitir a los hijos desde la cuna. Lo que los profesores no podremos hacer será llevar a los niños, desde su más tierna infancia, por la senda del respeto a los demás, de la obediencia razonable al maestro y del cumplimiento de unas normas básicas y elementales de conducta. Eso, decididamente, hay que aprenderlo mientras se mama.