28 de junio de 2008

No salgan a la calle con abrigo

EN UNA TARDE TÓRRIDA que, verdaderamente, parece de los veranos de antes, leo en la edición en Internet de este periódico [El Periódico Extremadura] que el Ministerio de Sanidad, para prevenir los efectos de las altas temperaturas sobre la salud, avisará por correo electrónico y mensajes al móvil a quienes lo soliciten sobre la previsión climatológica y sobre el riesgo que para la salud de las personas supondrá el calor que pueda hacer en las próximas semanas. Y he de decir que me parece muy bien que se usen cada vez más las tecnologías que todavía algunos llaman nuevas, pero, francamente, no veo yo qué necesidad tendremos cada hijo de vecino de mensajitos para saber lo que nos espera en estos meses sofocantes si nada más despertarnos por la mañana el agobio es inmediato.

El anuncio forma parte de una campaña, bienintencionada sin duda, del ministro Bernat Soria, cuya denominación oficial, agárrense, es nada más y nada menos que “Plan Nacional de Actuaciones Preventivas de los Efectos del Exceso de Temperaturas sobre la Salud 2008 del Gobierno de España”. ¡Madre mía! Sólo escribir eso me ha hecho sudar. El ministerio, lleno de indudable buena voluntad, está divulgando unos consejos muy sensatos: “usar ropa clara, ligera y que deje transpirar; hacer comidas ligeras; permanecer el mayor tiempo en lugares frescos, a la sombra o climatizados; y, en casa, bajar las persianas cuando el sol incida directamente”.

Esto es lo bueno de tener ministros tan eficaces. Antes, hace décadas, la gente, sin que nadie se lo dijera, paliaba como podía los efectos del calor con aquellas barras de hielo que repartían por las casas, con chapuzones en piscinas y ríos o con horchatas y gaseosas. Pero, por lo que se ve, últimamente había quienes se dedicaban a correr el maratón a las cuatro de la tarde, quienes salían a la calle con abrigo y bufanda o quienes comían cocido en pleno agosto. Está bien, pues, que nuestros ministros se preocupen por ellos y les den consejos tan sensatos. No todo va a ser dar patadas al diccionario.

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25 de junio de 2008

No apuesten más, por favor

HUBO UNA ÉPOCA en que al pan se llamaba pan, al vino, vino, y quienes se dedicaban a la política se expresaban como personas normales. Hablaban de viviendas y no de soluciones habitacionales, de pobres y no de desfavorecidos, de muertos y no de daños colaterales... Como recordaba un periódico hace unos días, hoy se utilizan muchos eufemismos intentando enmascarar una realidad incómoda, que puede despertar inquietud entre la gente, a la que conviene ocultar el auténtico carácter de muchas cosas.

Sin embargo, hay otras modas lingüísticas, y perdonarán los expertos mi atrevimiento, que no obedecen, creo yo, a fines más o menos inconfesables o a propósitos manipuladores. Obedecen a razones mucho más prosaicas; como, probablemente, la poca afición a la lectura de quienes las practican o la exagerada tendencia de algunos a pensar que cuanto más rebuscadas resulten las palabras y más cursis las frases, más cultos parecerán quienes las pronuncian. Y que conste que esa moda no es exclusiva de políticos. ¿Cuántas veces hemos oído decir en la televisión, pongamos por caso, que la lluvia hizo acto de presencia en tal o cual lugar, en vez de decir, sencillamente, que llovió? ¿Hablarán los locutores así en su casa?

Últimamente se da un caso muy singular de ocupación por parte de una palabra de terrenos que no le eran propios. Es apostar. Hoy los políticos no eligen entre varias posibilidades, ni optan entre diversas soluciones, no. Apuestan. Se pasan todo el día apostando. De modo que no es de extrañar que hasta la concejala cacereña de dinamización –¡vaya con la palabrita!– manifestara la semana pasada, tras un evento musical que resultó un rotundo fracaso por la escasa asistencia de público y el coste que a las menguadas arcas municipales le supuso, que “Juanes fue una apuesta fuerte para la ciudad”. No sé qué opinará el lector, pero un servidor preferiría que los concejales no apostarán más. O, si lo hicieran, que fuera en el casino y con su dinero, no con el de los contribuyentes.

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21 de junio de 2008

Leonard Cohen en Lisboa


EN ESTOS TIEMPOS en que cualquier mequetrefe, debidamente aupado a la fama por una televisión convertida en emporio del mal gusto, puede alcanzar audiencias millonarias de las que se hacen fiel eco periódicos y revistas, es clamoroso el silencio que la prensa española está manteniendo sobre la gira mundial que el carismático poeta y cantante Leonard Cohen inició el mes pasado en su país natal, Canadá, y que actualmente ha llegado a Europa. Con 74 años a cuestas, un grupo de músicos de excepcional calidad y una voz grave y seductora que parece la de un hombre apenas en la cincuentena, Cohen ha vuelto a entusiasmar a públicos multitudinarios a éste y al otro lado del océano con su sobria elegancia, su poética ironía, su visión desesperanzada de la existencia, su irrenunciable búsqueda de la belleza. Uno de los poetas que le inspiraron en su juventud fue, por cierto, Lorca, en homenaje al cual una de sus hijas lleva ese mismo nombre.

Periódicos de tanto prestigio como The Independent han escrito que “el nivel de emoción cultural en los tres conciertos”, refiriéndose a las actuaciones que tuvieron lugar en Dublín los pasados días 13 al 15, “casi alcanzó niveles de histeria”. Si tenemos en cuenta que las audiencias se han contado en decenas de miles de personas y que la mayoría de éstas se hallaban lejos de la adolescencia, tendremos una imagen bastante precisa de lo que asistir a un recital del autor de Suzanne puede suponer para cualquier espectador mínimamente sensible.

Leonard Cohen actuará en España en una única sesión, en el festival de Benicàssim, cuyo ambiente acaso no sea el más propicio para disfrutar de su música y poesía, pero a los extremeños que deseen vivir una experiencia que puedo asegurar resulta inolvidable les será más sencillo acudir a Lisboa, donde en la noche del sábado 19 de julio, en el Paseo marítimo de Algês, el viejo trovador ofrecerá la que, sin duda, será una actuación irrepetible que permanecerá durante años en la memoria de quienes la presencien.

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18 de junio de 2008

Educación y sanidad mejorables

SIEMPRE HE SIDO un defensor a ultranza del carácter público de dos servicios básicos para la sociedad: la educación y la sanidad. Difícilmente podrá discutirse que la mejor forma de garantizar el acceso de toda la población a una atención sanitaria de calidad, exenta de discriminaciones, y a una enseñanza que no se rija por los principios del beneficio económico o del adoctrinamiento ideológico, es potenciando el carácter social de ambas y destinando a ellas presupuestos adecuados. Lo cual no niego que se esté intentando en los últimos tiempos; no hay más que ver la proliferación de institutos, a veces incluso excesiva, o la construcción de hospitales y centros de salud para concluir que el progreso ha sido notable.

Sin embargo, tanto en educación como en sanidad se siguen presentando deficiencias de funcionamiento que convendría corregir cuanto antes, pues puede cundir entre la población cierta sensación de que lo público no funciona que, a la larga, sólo redunde en beneficio de intereses privados y en perjuicio de la propia comunidad. Esas deficiencias, conviene aclararlo, no son corregibles únicamente a base de invertir más dinero. La eficiencia de un servicio público depende mucho más de la buena organización del mismo, en el que todos los sectores cumplan sus cometidos, que de los euros que se dediquen a fines a menudo incomprensibles (como en el caso de los ordenadores a porrillo que van a entregarse a los alumnos de Secundaria).

En sanidad, por ejemplo, la injustificable espera a la que se somete a muchos pacientes (uno mismo recibió ayer una citación para el especialista para dentro de ¡cuatro meses!), la enorme demora con la que se remiten a los médicos pruebas diagnósticas que éstos han solicitado (alegando, en los tiempos de Internet, que "los administrativos aún no han cumplimentado los papeles”) no parecen susceptibles de mejora únicamente a base de dinero, sino de una mejor organización y de la exigencia de responsabilidad en el trabajo a todos los niveles.

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14 de junio de 2008

¿Derecho al insulto?

SI AL MISMÍSIMO SOLBES, al que no creo que se le pueda calificar de inculto, le ha costado trabajo utilizar la palabra más adecuada para referirse a lo que le sucede a la situación económica, y a la mismísima ministra de Igualdad, de la que no me consta el currículo, la ha retratado su carencia de conocimientos gramaticales al caer en ese ridículo “miembros y miembras” tan celebrado, no es de extrañar que a quien suscribe, que por no ser no es ni siquiera concejal (o concejala), le fallaran el otro día las neuronas o los tres dedos con los que teclea en el ordenador y hablara, en un lapsus antológico, bien aprovechado por algún internauta con ganas de incordiar, de código odontológico donde hasta un titulado en ESO sabría que debiera haber dicho deontológico. En todo caso, y en su descargo, podría alegar que también los odontólogos deben ajustarse a unas normas de deontología, ¿no? En fin...

Hablando en serio, es sorprendente el tipo de reacciones que columnas como esta a la que el lector tiene la amabilidad de prestar unos minutos de atención provocan en quienes las leen en Internet y se animan a escribir en ese mismo medio comentarios que son muy respetables, aunque no se compartan, cuando van acompañados de la identificación de los autores, pero que se convierten en algo despreciable cuando no se respaldan con el nombre y apellidos de quienes los escriben. Desde este punto de vista, la formidable y democrática vía que para emitir opiniones constituye la Red degenera en muchos casos en un recurso fácil para la agresión verbal, el insulto y la ofensa. La rotunda afirmación atribuida a algún parlamentario británico: “no estoy de acuerdo con lo que usted dice pero daría mi brazo para que nadie pueda privarle del derecho a decirlo”, sólo tiene sentido cuando el que la pronuncia se dirige a un interlocutor identificado. Dar un brazo por el derecho de alguien anónimo a insultar y ofender no sería signo de generosidad y amplitud de miras, sino más bien de soberana gilipollez.

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11 de junio de 2008

Alarmismos irresponsables

NADIE PONE EN DUDA la influencia de los medios de comunicación en sociedades como la nuestra, en las que el cuarto poder acaso sea más decisivo que los tradicionales poderes legislativo, ejecutivo y judicial, pues no se limita a hacerse eco de la opinión pública, elemento fundamental en las democracias, sino que la crea. Un ejemplo: hace unas semanas, un periódico madrileño, tras meses de liderar una feroz campaña de desprestigio contra el presidente venezolano –a la que dicen las malas lenguas que no han sido ajenos ciertos intereses económicos– informaba con aparente objetividad de que Hugo Chávez era el líder extranjero peor valorado por los españoles. ¡Claro! Pero esos españoles, como hemos señalado en otras ocasiones, también debieran ser puestos al día de las hazañas de individuos como el dictador de Zimbabue, Robert Mugabe, que usa los asesinatos como estrategia electoral, o el general Than Shwe, jefe de la Junta Militar birmana que entre fechorías y violaciones de los derechos humanos continúa dificultando la llegada de ayuda a las víctimas del ciclón que asoló ese país recientemente. ¿Son mejor valorados que Chávez?

En estos mismos días estamos teniendo una muestra muy cercana de cómo los medios pueden llegar incluso a crear un problema donde no lo hay o a agravar seriamente alguno que en principio no era de tanta trascendencia: durante el pasado fin de semana las televisiones no se cansaron de anunciar una y otra vez que con el anunciado paro de los transportistas (no huelga, que es cosa bien distinta), se corría serio riesgo de desabastecimiento de combustible en las gasolineras, de alimentos en los mercados... Consecuencia: enormes colas en unas y otros, consumos muy por encima de los habituales y, finalmente, el anunciado desabastecimiento.

Ignoro si los periodistas, al igual que los médicos con el juramento hipocrático, deben suscribir algún código deontológico antes de ejercer su profesión, pero si así no fuera estaría bien, creo yo, que alguien lo estableciera.

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7 de junio de 2008

Más ordenadores en las aulas

FUE HACE UNOS CINCO AÑOS cuando las aulas de los institutos extremeños se vieron sacudidas como si un terremoto hubiera tenido lugar en ellas como consecuencia de la que –se dijo– iba a constituir la mayor revolución experimentada por la educación pública en nuestra tierra: la instalación de un ordenador por cada dos alumnos. Se tiraron los pupitres anteriores, útiles y cómodos, que permitían colocar a los chicos según las circunstancias de cada día, se instalaron unos mamotretos anclados al suelo, en los que se empotraron unas pantallas ya entonces anticuadas por su tamaño e inmovilidad... Los dichosos ordenadores, todo el mundo lo sabe, han permanecido apagados durante la mayor parte de este tiempo y si ocasionalmente se han encendido ha sido para que los alumnos no alboroten en caso de ausencia de algún profesor, para ver las fotos de la última excursión o para hacer tiempo hasta la hora de salida. Las razones de este fracaso anunciado han sido muchas, pero desde mi punto de vista hay una fundamental: el profesor es insustituible por una máquina y todo aprendizaje exige un esfuerzo del alumno que va más allá de contemplar imágenes en una pantalla. Lo dice alguien que tuvo su primer ordenador en 1981.

Bueno, pues ahora, cuando el fiasco de aquel derroche ha sido tan evidente que en ningún lugar nuestros responsables educativos habían vuelto a mencionar lo que hace años pregonaban a los cuatro vientos (“somos la región más avanzada”, “los demás tendrían que aprender de nosotros”, etcétera), la Consejería de Educación ha decidido rizar el rizo dotando de un ordenador portátil a cada alumno de Secundaria.

No hay porqué dudar de la buena intención de nadie, pero cuando a la vista de un error un político no rectifica, sino que insiste una y otra vez en él, agrandándolo, la contumacia empieza a tener visos de grave incompetencia. Y eso debiera tener consecuencias si lo que primara en ciertos ámbitos fuera la eficacia y no la inmovilidad con la que se logra posar para la foto.

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4 de junio de 2008

Ojo con los rateros

CUANDO, CASI DE NIÑO, pasaba uno por las que entonces le parecían grandes estaciones de ferrocarril, como la de Atocha en Madrid, o la de Delicias, a la que llegaban los trenes procedentes de Extremadura, le llamaban la atención los carteles que abundaban en sus paredes: "Ojo con los rateros", "Prohibido escupir"... Eran advertencias que hace poco hubieran parecido anacrónicas, propias más de la época de privaciones e ignorancia de las que nuestro país no acababa de desprenderse en aquellos años del pasado siglo que de los felices tiempos que empezamos a conocer en lo ochenta y los noventa. ¡Cómo imaginar, sin embargo, que tales avisos pudieran volverse a hacer necesarios hoy en día, cuando se les llena la boca a los políticos hablando de la sociedad digital, de trenes de alta velocidad, fibra óptica y zarandajas!

No lo digo por decir, sino basándome en lo que mis ojos me muestran, en lo que se oye en la calle y lee en los periódicos. Como, por ejemplo, que durante las ferias de Cáceres los robos de carteras y monederos han alcanzado cifras espectaculares. En la noche del pasado viernes, para concretar, quienes acudían a comisaría para denunciar que habían sido objeto de uno de esos hurtos tenían que hacer cola. Y, por lo visto, los autores de los desmanes no debían ser raterillos más o menos independientes, sino que parecían formar parte de grupos perfectamente organizados. No es de extrañar que locales de moda empiecen a advertir, como antaño, de la necesidad de cuidarse de los amigos de lo ajeno.

Pero no es cuestión de culpar a extraños y menesterosos sin distinciones de ese retorno al pasado. Es que camina uno por la calle y, a pocos metros de él, un joven que, sin duda, tiene estudios, puede que incluso universitarios, o un señor bien trajeado, escupen tranquilamente sobre la acera, dejando su huella apenas a unos centímetros de quienes les siguen. ¿Habrá que volver a poner los avisos de las viejas estaciones, aunque, eso sí, en enormes pantallas de plasma?

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