27 de noviembre de 2010

Se alquila caverna

HACIENDO zapping el otro día (deporte frustrante donde los haya, salvo que uno dé con alguna de las pocas cadenas dignas de verse, como la 2 o el canal 24 horas, de RTVE), fui a parar a una de esas emisoras de la ultraderecha, cada vez más desatadas, que emitía un programa sobre el proyecto de Ley de muerte digna anunciado por el Gobierno. En ese momento hablaba un médico que, aunque de posiciones lejanas a las mías (no me refiero a sus puntos de vista profesionales, claro, sino a los ideológicos) mantenía posturas razonables. Conservadoras, pero razonables. Aducía que la ley no era necesaria, pues en la actualidad ya se aplicaban protocolos para evitar no solo el dolor físico a los enfermos terminales, sino el sufrimiento propio de esas situaciones, y mencionaba la existencia de unidades hospitalarias dedicadas a cuidados paliativos... Razonable, ya digo.

Sin embargo, a la presentadora del programa debió parecerle escasa la beligerancia del entrevistado, jefe de un servicio oncológico, y no se anduvo por las ramas. «El proyecto de ley –le preguntó– ¿no encubrirá el propósito del gobierno socialista de acelerar el fallecimiento de muchos ancianos, con el fin de ahorrar en gasto sanitario?». Así, sin anestesia.


Me pareció tan infame la pregunta, tan falta de ética profesional, que si no estuviera uno curado de espanto habría saltado del sillón para acudir a alguna institución defensora del espectador, de la cordura o, sencillamente, de la ausencia de demagogia en la pugna política... Debiera perseguirse el diario cultivo de insidias como la que comento, que no harán mella en la inmensa mayoría de los ciudadanos, pero hallan eco en círculos escasos de formación, fanatizados y deudores de las épocas más oscuras de nuestra historia.

En los años finales del franquismo se hablaba del búnker o la caverna para referirse a los sectores más extremistas del mismo. Hoy sería erróneo utilizar esas expresiones. Pero no porque los grupos a que se referían ya no existan. Más bien al contrario: porque han renacido y no se ocultan; la caverna en que se escondían ha quedado libre. Cada vez se exhiben más abiertamente y aunque su tropa se aproveche del anonimato y la impunidad que facilitan medios como Internet, donde son una plaga, sus ayatolás han perdido todo pudor y vocean desde modernos minaretes lo que hasta ayer solo se atrevían a decir entre tinieblas.

20 de noviembre de 2010

¡Qué machos, estos muchachos!

NO ES UN TEMA cómodo de tratar, y el lector estará harto de ello, pero hoy voy a referirme a las repetidas muestras de mala educación, rayanas en la grosería, ofrecidas en los últimos tiempos por diversos parlamentarios del PP. Es obligado. Porque aun pudiéndose citar situaciones protagonizadas por gente de otros partidos que demostrarían que la zafiedad no entiende de ideologías, hay que reconocer que machos como estos, pocos.

Recordaré al lector los casos más recientes. El primero, el ocurrido hace unos meses en el parlamento valenciano, después de que Mónica Oltra, una diputada de Compromís, coalición electoral de izquierdas, hiciera algunas recriminaciones al vicepresidente de la Generalitat, Juan Cotino. La respuesta del diputado figurará en los anales del parlamentarismo: «Lo único que me avergonzaría, en caso de ser padre, sería tener una hija como usted, pero como probablemente ni lo conozca...». Muy propia, sin duda, de un miembro tan distinguido del Opus Dei como este ex director general de la policía en tiempos de Aznar.

Esa misma diputada, cuya juventud y condición femenina deben poner nerviosos a sus adversarios, fue interrumpida en ocasión posterior por otro machote, también diputado del PP: un tipo que rompía ruidosamente papeles a su lado y que como reacción a la pregunta de la parlamentaria sobre si no podía dejar tan importante tarea para otro momento, soltó que él «ya venía reñido de casa» –no dijo por quién– antes de seguir impertérrito con su grosera actitud. El vídeo es fácilmente localizable en Internet.

El último ejemplo (para qué hablar de los comentaristas de ciertas cadenas de televisión) lo vimos todos hace unos días: la vociferante intervención del senador Juan Van Halen, que en su réplica a la ministra de Asuntos Exteriores a propósito de la situación en el Sáhara realizó, mientras parecía a punto de reventar, unos pedestres comentarios acerca de la indumentaria de la ministra que evidenciaron cuánto preocupa al elegante senador –en el PP saben mucho de trajes– la suerte de los saharauis. Sus compañeros le aplaudieron a rabiar.

No soy votante del Partido Popular, pero me niego a admitir que los muchos millones de españoles que sí lo son se sientan representados por estos individuos; al contrario, los supongo avergonzados. Que ocurriera lo contrario sería verdaderamente preocupante.

12 de noviembre de 2010

Un crucifijo no hace daño, pero...

HAY UN ASPECTO en el asunto de los símbolos religiosos en dependencias públicas sobre el que apenas se está tratando, cuando, a mi juicio, convendría hacerlo en aras de una buena convivencia ciudadana. Porque mal estaría que hubiera enfrentamientos, por dialéctica que fuera su naturaleza, a causa de posturas inconciliables, pero peor sería que esa disputas se produjeran por falta de información entre las partes.

A mí, desde luego, un crucifijo no me hace daño. Como tampoco me lo hace un retrato de Mahoma o de cualquier otro dios o profeta. Y no solo no me hace daño, sino que acepto sin reserva alguna que, con él por bandera, haya mucha gente que se esfuerza en pro del bien común. Pero quienes, de forma tan escandalosa como algunos padres del colegio de Almendralejo, no aceptan que la aconfesionalidad del Estado conduce a que no haya cruces y vírgenes en aulas u otras dependencias públicas, debieran escuchar las razones de quienes defienden que se cumpla la ley.

Porque –lo repetiré de nuevo– no se trata de que un símbolo religioso me moleste a mí, por ejemplo. Lo que me molesta es que al hallarse encima de una pizarra pueda pensarse que allí, en el aula, los principios que rigen no son los de la sociedad civil, sino los de la Iglesia Católica, muy dignos de acatamiento por sus fieles, pero rechazables cuando se quieren imponer a todo el mundo. Rechazables por cómo afectan a asuntos como el divorcio, los anticonceptivos, el aborto, el papel de la mujer... Lo que me molesta cuando en un centro sanitario público veo un crucifijo no es el personaje, más o menos histórico, allí representado y que, efectivamente, forma parte de nuestra tradición. Lo que me molesta es que sobre los terapéuticos y científicos, en esa institución puedan predominar otros criterios, auspiciados por Roma y sus obispos, a la hora de enfrentarme como enfermo a determinadas circunstancias.

Tengo muchos amigos católicos. Católicos de verdad, practicantes, quiero decir, para no entrar en esas recientes disquisiciones del Presidente de la Junta (me gustaría saber qué es eso de católico no practicante). Católicos que llevan una vida acorde con sus creencias. Nadie les va a impedir que la sigan llevando. Y como los conozco sé que a ninguno de ellos, que distinguen entre religión y política, se les ocurriría imponer su punto de vista a los demás exigiendo la presencia de la cruz en lugares en que, por cierto, hasta hace relativamente poco, todos sabemos por quién estaba acompañada.

10 de noviembre de 2010

«Falta de consenso», dice, sin que se le caiga la cara de vergüenza

DICE ZAPATERO, en la sesión de control al Gobierno celebrada hoy, 10 de noviembre de 2010, que si ha paralizado la tramitación de la Ley de Libertad Religiosa, ello se ha debido a la falta de «consenso social y político». Desde luego, este hombre se supera cada día a sí mismo. Si ese criterio, el de la falta de consenso social y político, fuera el que ilumina sus actos, ¿por qué habría aprobado la reducción de salarios de los funcionarios, la congelación de pensiones, la facilitación del despido, etcétera, etcétera, etcétera? Que siga así, dilapidando el poco crédito que le queda. Los del PP deben tener los ojos enrojecidos de tanto frotárselos.

8 de noviembre de 2010

Dudas morales

NO PRETENDO ser original al decir lo que sigue, pero lo peor de las famosas declaraciones de Felipe González: «tuve que decidir si se volaba a la cúpula de ETA. Dije no. Y no sé si hice lo correcto» no es que sean inoportunas –menuda gracia habrán hecho en el PSOE– ni que las efectúe como quien se halla por encima del bien y el mal, sino que se expresen sin el menor rubor al dudar de si no cometer un asesinato múltiple (pues a eso, a un asesinato se refiere, aunque él quizás prefiriera llamarlo ejecución extrajudicial) fue lo correcto. Al menos podría haber permanecido callado. ¿O no pudo vencer la tentación de alimentar su supuesta aureola de hombre de Estado? La ultraderecha, tan activa últimamente, estará feliz: González la ha provisto gratuitamente de más leña para el fuego.

6 de noviembre de 2010

Escribir al congresista

NO SÉ CUÁL sería la primera película americana en la que oí aquello de «escribiré a mi congresista», pero fue hace mucho. Desde entonces, cada vez que he vuelto a oírlo he pensado que en aquel país los políticos saben con quién se juegan los cuartos. Sea porque una calle esté mal asfaltada, porque el sheriff se haya extralimitado en sus funciones o porque un servicio público no funcione, el congresista recibe una carta y asunto resuelto.

Aquí, en España, nadie tiene su congresista. Viviendo un servidor, por ejemplo, en Cáceres, circunscripción por la que en los últimos comicios resultaron elegidos dos diputados del PSOE y otros dos del PP, tendría que admitir que, teóricamente, cada uno de ellos me representa en igual medida, de modo que si hubiera de escribir a mi congresista, el primer problema sería con cuál quedarme. El primero, porque el segundo consistiría en poner su nombre en el sobre. Menuda papeleta: ni bajo tortura sería capaz de confesar la identidad de uno solo de los cuatro diputados que supuestamente me representan.


¿Les ocurrirá algo semejante a mis vecinos? De ser así, convendrán ustedes conmigo en que la relación de los votantes españoles con quienes dicen obrar en su nombre es mínima. Y si malo era el juicio que nos merecía un sistema electoral profundamente injusto por su falta de proporcionalidad, no sería menos malo si atendiésemos al sistema de listas cerradas en que se basa, que minimiza el papel del votante y convierte la posibilidad de control de los representantes por parte de sus representados en una entelequia. Quienes mañana premiarán o castigarán al diputado actual no serán los electores, sino quienes lo coloquen en mejor o peor lugar en las listas. La composición del Parlamento, pues, más que los votantes, la deciden las cúpulas de los partidos.

Así que mientras a la hora de ocupar cargos públicos prime sobre el trabajo y los méritos de los candidatos su capacidad de decir amén a las consignas partidistas –lo que alguien llamó el coeficiente de flexibilidad de su cerviz–, los españolitos pensaremos que gastarse los céntimos en ciertos sellos merecerá la pena... en Hollywood.