29 de mayo de 2010

Barberá no es Churchill

EL LECTOR conocerá la anécdota protagonizada por el entonces liberal Winston Churchill, antes de que se convirtiera en Primer Ministro. En un debate parlamentario, Nancy Astor, la primera mujer que tomó asiento en la Cámara de los Comunes, en desacuerdo con ciertas afirmaciones del futuro estadista, le espetó: “Señor Churchill, es usted un peligro para la patria; si yo fuera su esposa le echaría cianuro en el café”. La respuesta de Churchill no se hizo esperar: “No le quepa duda de que, si usted fuera mi esposa, me bebería ese café”.


He recordado esa historia, que el lector puede ampliar con otras semejantes a poco que busque en Internet, para contrastar su elegancia con la zafiedad del espectáculo que muchos de nuestros parlamentarios, muchos de los tertulianos en televisión, algunas alcaldesas de verbo tabernario, ciertos columnistas de esos que tropiezan de madrugada en locales poco recomendables, vienen poniendo en escena en nuestro país desde hace meses. Vociferan, vociferan y, cuanto más lo hacen, más muestran lo “asilvestrado” de su rostro. La última sesión en el Senado pareció más propia de un estadio de fútbol repleto de hooligans que de la cámara donde debieran discutir civilizadamente los llamados padres de la patria.

Que la situación política y económica es preocupante, que la zozobra se ha instalado en  nuestra sociedad, que ante las dificultades parece responderse de forma atropellada, improvisada, contradictoria, es difícilmente rebatible. Pero se echa de menos, creo yo, menos agresividad en el debate, menos insultos, más argumentos, más respeto por el adversario, más finura intelectual. Se echan de menos auténticos líderes.

Porque lo más preocupante de la situación no es el descrédito en que se hallan sumidos Zapatero y su gobierno, reflejado en todas las encuestas. Lo peor es que la única alternativa en el horizonte sea la de Rajoy, la de Barberá, la del remilgado portavoz del PP en el Senado. Lo peor no es lo que tenemos, sino lo que se nos avecina.

28 de mayo de 2010

Excesos no solo de velocidad

TODA ESTADÍSTICA es susceptible de lecturas sesgadas. Sucede, por ejemplo, con las encuestas electorales. O, incluso, con los propios resultados electorales. Todos los partidos afirman estar satisfechos. Los que ganan, porque lo han hecho; los que pierden, porque han sacado más votos de los esperados, etcétera.

Con las estadísticas sobre accidentes de tráfico ocurre lo mismo, y es raro el día en que alguna autoridad del ramo no se muestra satisfecha ante la reducción del número de víctimas. Se trata de una realidad de la que todos nos alegramos, pero las discrepancias surgen al determinar su principal causa. Mientras que las autoridades mencionan las nuevas leyes sobre circulación (límites de velocidad, carnet por puntos...), otros pensamos en la mejoría experimentada por la red viaria. Quien recorriera tiempos atrás las curvas de la maldita N-630 y hoy circule por la A-66, por ejemplo, sabrá a qué me refiero.


De modo que no me parece especialmente grave que un buen coche vaya a 180 km/h por una autovía, como ha sucedido con el que transportaba la otra tarde al Presidente de la Junta. No me parece especialmente grave, aunque constituya una clara infracción de la normativa vigente y un pésimo ejemplo para los conductores. Lo que me parece mucho más preocupante, pues denota qué opinión tienen algunos políticos de la inteligencia de los ciudadanos, es la excusa dada por la delegada del Gobierno para justificar lo ocurrido: “Estamos en una situación de prealerta. Venía de un acto oficial conocido y se dirigía a otro acto oficial conocido, y por tanto podría serle de aplicación” el Reglamento General de Circulación, que permite que quienes escoltan autoridades conduzcan a más velocidad de la normal por razones de seguridad.

Desde luego, para resolver la crisis andarán faltos de reflejos, pero para no cortarse y buscar disculpas inverosímiles si de defender al colega en apuros se trata son unos artistas. “Con estos amigos –pensará el señor Vara –para qué buscarme enemigos”.

22 de mayo de 2010

El arte de hablar sin decir nada

LOS POLÍTICOS, los políticos profesionales, no acceden a sus cargos por oposición, pero si ocurriera lo contrario y desde los candidatos a concejal de pueblo hasta los pretendientes a la presidencia del Gobierno hubieran de mostrar sus habilidades ante un tribunal, supongo que uno de los exámenes versaría sobre el arte de hablar sin decir nada. Lo supongo a la vista del lenguaje utilizado por la llamada clase política, cada vez más repleto de frases hechas, latiguillos, vacuidades.

Así, para ocupar alguna de las plazas que nuestros actuales representantes dejaran libres (sin tilde en el dejaran, porque se trata de un futurible, una hipótesis poco probable), habría de mostrarse destreza en el uso de expresiones como “con la que está cayendo”, “hacer los deberes”, “apretarse el cinturón” y tantas otras semejantes. No importaría de qué se estuviese hablando ni en qué principios se basase el discurso. En cuanto a lo primero, podría tratarse del prestigio de jueces y magistrados, de la altura de miras de tantos políticos incorruptibles, de la sintonía entre ministros, de la capacidad de liderazgo de algunos registradores de la propiedad o de las aficiones hípicas de este o aquel diputado; el tema sería lo de menos. Y en cuanto a los principios, innecesario recordar lo de Groucho Marx: si no gustaran unos, siempre habría otros. Eso sí, la coletilla “como no podría ser de otra manera” subiría nota.

La más reciente muestra de ese lenguaje que tan bien retrata a quienes lo utilizan la ha dado el presidente del Gobierno, tras desmentir por enésima vez a sus sufridos ministros: se van a aumentar los impuestos, dijo, “a los que realmente tienen”. A los que realmente tienen edad, paciencia, salud... qué sé yo. ¡Maravilloso ejemplo de cómo dejar a un auditorio atónito, atrapado por un verbo!
Así que llamar al pan pan y al vino vino, prescindir de circunloquios, dejarse de milongas, supondría, definitivamente, en esas imaginarias oposiciones de las que hablo, un suspenso automático.

15 de mayo de 2010

Libertad de expresión, no de injuria

ME RECONOZCO aficionado a los programas de televisión en que se habla de temas de actualidad política. Los hay variados y tanto quien prefiere la demagogia y el griterío como el análisis y la reflexión tiene donde elegir... Con reservas, pues algunos comentaristas parecen tener el don de la ubicuidad y se repiten en dos o tres canales diferentes a la semana. Sorprendente fenómeno para quien hubiera pensado que sobrarían candidatos a tan poco fatigante trabajo.

Algunos de esos debates, como se sabe, discurren en ambiente sereno y las discrepancias se resuelven de manera civilizada, tratándose al espectador como ser pensante; otros, en cambio, se asemejan a jaulas de grillos en las que tuviera más razón quien más gritara; sus moderadores son tendenciosos y sesgados. A veces, más que impedir que el calor del debate o el deseo de ser ingeniosos lleve a algunos a la injuria, parecen regodearse en que ello se produzca.
Claro que, si esta última forma de proceder constituye un uso torticero de la libertad de expresión, ¿qué decir de la reproducción en los televisores de ciertos sms remitidos por los espectadores? Por su desprecio a las normas ortográficas, por su carencia del más básico respeto a las personas, tales mensajes debieran ser proscritos. Ocurre algo parecido en las ediciones digitales de muchos periódicos, repletas de textos anónimos, ofensivos al buen gusto, al castellano y a la mesura. Por eso es una buena noticia que el Consejo Audiovisual de Andalucía haya sancionado a un canal de televisión por difundir un mensaje en el que se amenazaba de muerte a los homosexuales y se incitaba a la violencia contra ellos. Supongo que pronto sucederá algo semejante en la Red.

La libertad de expresión, irrenunciable en una sociedad democrática, no debiera confundirse con la libertad de injuria ni con la gratuita y anónima exaltación de la zafiedad y la violencia.

Constatación de lo evidente

NO PRETENDO ser original en estas líneas. Imposible serlo cuando a diestro y siniestro, desde hace días, en radios y televisiones, en periódicos y sitios de Internet, el tsunami de opiniones sobre las decisiones adoptadas por el Gobierno para hacer frente a la crítica situación económica es de tal envergadura que apenas si da tiempo a leerlas, a escucharlas todas.

Imposible ser original si se trata de opinar sobre el cambio de rumbo de Zapatero y los suyos; si se trata de juzgar el incumplimiento hoy de pactos cuya vigencia se defendía hasta ayer mismo, con el gravísimo precedente que ello supone, con el aumento de la desconfianza en los políticos que ello trae consigo. Menos posible aún si se trata de enjuiciar la actitud de una oposición que parece regocijarse con el cumplimiento de los peores vaticinios, que se queda sin argumentos cuando otros hacen lo que ella demandaba. Que, bajo un gesto de apariencia compungida, es incapaz de disimular la alegría que le produce que esos sindicatos a los que tanto denosta convoquen una huelga.

No se puede ser original cuando tantos ya han pedido que, en situaciones como la presente, organismos públicos de dudosa necesidad prescindan de asesores fantasmales o que ciertos ayuntamientos apenas distintos de agencias de representaciones artísticas se olviden de costosas obras que, si en época de bonanza eran discutibles, ahora resultan indefendibles. Que dejen para mejor ocasión reformas urbanísticas cuyo desmedido coste nadie, salvo ellos, considera compatible con el inusitado recorte de salarios y pensiones que dice justificarse en la necesidad de ahorrar fondos públicos.

No se puede ser original al constatar el desprestigio de los partidos políticos cuando el máximo dirigente extremeño ha manifestado que, al tomar medidas tan duras, el Gobierno ha antepuesto los intereses de España a los del partido que lo sustenta, como si, de no ser obvio tal desprestigio, no hubiera sido lógico pensar que tales intereses eran siempre coincidentes.

8 de mayo de 2010

El pacto educativo no fue excepción

PODRÍA estar uno de acuerdo, si no entráramos en detalles, con la secretaria general del Partido Popular, María Dolores de Cospedal, cuando, para justificar que su organización no haya firmado el Pacto de Estado por la Educación, afirma que “nuestro país no puede mantenerse con el mismo modelo, responsable del 30% de fracaso escolar”.
Podría estar uno de acuerdo, digo, porque el “modelo” educativo vigente ha ignorado con frecuencia la importancia del mérito y el esfuerzo del alumno, como implícitamente reconoció en su día el propio ministro Gabilondo, y ello ha tenido consecuencias. Discutibles criterios pedagógicos, de un progresismo exclusivamente superficial, han sido los principales responsables de la situación. Más ordenadores, más pizarras digitales y más buenas intenciones no suplirán nunca, como demuestra la experiencia, la asunción por parte de la sociedad de que una adecuada formación de los jóvenes es fruto sobre todo de su voluntad de progreso. Más aún si han desaparecido los obstáculos, especialmente los debidos a un origen social poco favorecedor, que podrían impedirla, como ocurría en el pasado.

Pero sucede que también en este asunto el PP utiliza la falacia, para no variar. Porque al enumerar las principales causas del desacuerdo con el plan Gabilondo, el partido de Rajoy habla de que éste “no garantizaba la enseñanza del castellano” (supuestamente amenazado por otras lenguas) o de que no contemplaba la subvención incondicional de todo colegio privado para el que hubiera demanda. ¿De veras tiene esto algo que ver con el fracaso escolar?

No nos engañemos. Todo es palabrería. El acuerdo frustrado, tan anhelado por la sociedad, hubiera sido una excepción en el desolador panorama político español. Un panorama que entre la inoperancia y el desconcierto de unos y la táctica del “cuanto peor, mejor” de otros, está llevando a la ciudadanía a un alejamiento de lo público y a una desafección hacia quienes dicen representarla que hasta hace poco hubiéramos creído imposibles.

1 de mayo de 2010

Una entrevista que no debió hacerse

NO TENGO el gusto de conocerlo en persona –apenas si lo he saludado brevemente una vez–, pero la impresión que casi siempre me ha causado el presidente de la Junta ha sido favorable. Puede que ello obedezca sobre todo a las diferencias en su forma de actuar respecto a la de su predecesor, mucho menos florentino que él, más bronco. Es cierto que algunas de sus intervenciones públicas, realizadas como presidente y no como ciudadano particular –me refiero, por ejemplo, a su reiterada costumbre de encabezar ceremonias confesionales–, me parecen inadecuadas, pero ello no me impide pensar que es un hombre ajeno a la prepotencia y al que el cargo no se le ha subido a la cabeza.

Ocurre con frecuencia, sin embargo, que quienes merodean en torno al poder son proclives a la adulación, a las muestras más o menos claras de servilismo. Más papistas que el Papa, en ocasiones llegan a poner a éste en evidencia. Es lo que pensé el otro día cuando minutos antes de la transmisión por Canal Extremadura de un partido de fútbol (concretamente, del que supuso la eliminación del Barça de la copa que algunos seguimos llamando de Europa), la televisión regional ofreció una entrevista con el señor Vara... en su condición de aficionado. Con un balón en las manos. Para mayor tipismo, supongo.

Lamento escribirlo, pero me pareció deplorable que el presidente se prestara a ello. La entrevista, aparentemente inocua, fue desde mi punto de vista una muestra de propaganda encubierta. Cuando los medios de comunicación ofrecen a diario espacio más que sobrado para que quienes ocupan cargos representativos se expresen a sus anchas, mientras que al común de los mortales suele resultarle difícil que su voz llegue a los demás, que una televisión pública dedique su programación, en horario de máxima audiencia, a una conversación como la que menciono constituye una demostración palpable de que aún quedan por erradicar de entre nosotros algunos comportamientos más propios del pasado que del tiempo en que quisiéramos vivir.