25 de noviembre de 2011

Certezas poselectorales

PRETENDER ser original a estas alturas al opinar sobre los resultados electorales del pasado domingo, cuando ya desde antes del cierre de las urnas la Red bullía de informaciones y análisis, es propósito inalcanzable. Pero quizás, por repetidas que hayan sido, convenga insistir en algunas ideas. Quizás convenga reiterar, por ejemplo, que más que una victoria arrolladora del Partido Popular, que apenas si ganó votantes respecto de elecciones anteriores, lo que se produjo el día 20 fue una estrepitosa derrota del PSOE. Establecido lo anterior, no estará de más volver a reclamar la modificación de una ley electoral que vulnera el principio de proporcionalidad y maltrata a los partidos minoritarios. E igualmente habrá que rechazar que una misma persona pueda desempeñar simultáneamente varios cargos representativos. El caso de algunos alcaldes extremeños elegidos senadores, que aseguran sin sonrojarse que su trabajo en Madrid no restará dedicación a sus obligaciones municipales, parece una burla a la inteligencia de los ciudadanos.



También cabrá destacar la improcedencia de la alegría desmesurada mostrada por algunos dirigentes de Izquierda Unida en la noche electoral. Su organización, efectivamente, vio notablemente incrementado el número de escaños (en mucha mayor proporción que sus votos, por cierto), pero la mayoría aplastante obtenida por la derecha va a reducir esos escaños a la inoperancia. Resultó mucho más adecuada a esas circunstancias la sensación agridulce que confesó tener Llamazares, creo yo.

Y, finalmente, resultará obligado resaltar la irrupción tanto en el Congreso como en el Senado de Amaiur, acontecimiento que tanto escuece a los sectores más retrógrados del nacionalismo españolista, a los que la desaparición de la violencia en el País Vasco bien pareciera privar de argumentos. El indiscutible éxito electoral de los independentistas de izquierdas otorga carta de normalidad democrática a un parlamento en el que los únicos nacionalistas con verdadero peso habían sido hasta ahora los conservadores. Por mucho que sus trompetas anuncien batallas en el hemiciclo, los catastrofistas de ciertos periódicos y cadenas de televisión tendrán que inventarse pronto nuevos fantasmas para mantener entretenida a su parroquia.

Publicado en El Periódico Extremadura

  

21 de noviembre de 2011

La culpa no la tiene d'Hont

A LA VISTA de los resultados electorales del pasado domingo, ha vuelto a ponerse en cuestión la llamada Ley d'Hont, procedimiento aritmético que se utiliza para la asignación de escaños en cada circunscripción (y subrayo lo de en cada circunscripción).

Desde luego, resulta llamativo comprobar cuán diferente es el coste de un diputado según los distintos partidos. Así, en las elecciones del día 20, la relación votos/número de diputados fue, para los partidos que obtuvieron representación, la siguiente:


Por otra parte, partidos como EQUO, con más de 215.000 votos y PACMA, con casi 100.000, no obtuvieron representación.

Observemos que el coste del diputado a los partidos mayoritarios, PP y PSOE, por una parte, y a partidos nacionalistas como CiU, EAJ-PNV o ESQUERRA, por otra, no ha sido tan diferente como suele decirse. El procedimiento, pues, no favorece a los partidos nacionalistas, sino que perjudica a los partidos que no son mayoritarios y se presentan en muchas circunscripciones. Ello se pone de manifiesto con total evidencia en los casos de IU-LV y UPyD, a los que cada diputado cuesta unas tres veces lo que les cuesta a PP y PSOE. Eso por no hablar de EQUO, que no logra ni un solo diputado pese a sus más de 215.000 votos.

Pero hay que aclarar, inmediatamente, que estos graves defectos del sistema de reparto no son atribuibles al método d'Hont, que no es sino un algoritmo neutral, sino que, al haber circunscripciones como la de Cáceres, por ejemplo, con solo 4 diputados, o menos, los restos del reparto (votos que no permiten asignar escaño) se pierden. Son muchas las circunscripciones pequeñas en que partidos como IU, UPyD, reciben votos que no les sirven absolutamente para nada.

Hay quien propone que para evitar estas distorsiones se establezca una única circunscripción electoral para todo el territorio español, pero ello tendría el grave inconveniente de que partidos nacionalistas de amplia tradición histórica en sus territorios y representativos de importante capas de la población, quedarían sin presencia parlamentaria o esta se vería reducida a la mínima expresión.

Una solución sencilla que no requeriría modificación constitucional (pues en esa ley se estable que el Congreso puede tener hasta 400 diputados) fue propuesta por Peces-Barba hace años y, aquí mismo tuvimos ocasión de hablar con algún detalle sobre ella. Consistía dicha solución en añadir a las circunscripciones actuales una más, de carácter nacional, a la que corresponderían 50 diputados y a la que irían a parar los votos no utilizados en cada una de las circunscripciones provinciales (más las de Ceuta y Melilla). El resultado que esta sencilla modificación produciría sería una mucho mayor igualdad en el coste de los diputados de todos los partidos sin que ninguno de amplio respaldo en su comunidad autónoma quedara relegado a la insignificancia.

Aprobar esa modificación solo dependería de la voluntad de los dos partidos mayoritarios. No parece que estén por la labor.
 

18 de noviembre de 2011

Enriquecerse en medio de la niebla

ESTABA tentado de dedicar este espacio a comentar la respuesta de cierto candidato electoral a una pregunta en televisión, cuando dijo que «al llamar matrimonio a la unión de una pareja del mismo sexo, alguna gente se siente dolida». Me parecía un punto de partida interesante para hablar sobre la visión totalitaria del mundo de ciertas personas que se llaman a sí mismas liberales, según las cuales lo que yo haga es lo que han de hacer los demás, y lo que para mí esté vedado, ha de estarlo también para ellos. Decidí, sin embargo, dejar el tema para otro día. Esa norma completamente sobrepasada por la realidad que hace de hoy una jornada «de reflexión» puede que así lo aconseje.


Por eso hablaré de una película vista recientemente, The fog of war, no sé si estrenada en España en salas comerciales, que gira sobre la vida de Robert McNamara, Secretario de Defensa de los Estados Unidos en los años del presidente Kennedy y de su nefasto sucesor Lyndon B. Johnson. Se rememoran en ella momentos críticos, como el de la Crisis de los misiles, que puso al mundo al borde de la hecatombe nuclear, o el de la guerra de Vietnam, que marcó a una generación. El documental es interesante porque en él un anciano McNamara, que actúa como narrador, no tiene empacho en reconocer verdades que en su día se ocultaron, como que el Incidente del Golfo de Tonkin –la supuesta agresión por parte de los vietnamitas a una patrullera americana– fue, eso, una pura invención para justificar la guerra. La película muestra la catadura moral de los dirigentes americanos de la época y la simpleza extrema de sus razonamientos.

El documental permite reafirmarse en la idea de que en países con sistemas políticos supuestamente democráticos las decisiones importantes no solo son tomadas por minorías, sino a espaldas de las opiniones públicas, a las que se engaña sin pestañear. Habrá que esperar, pues, décadas para conocer las verdaderas causas de la crisis que asola en estos días medio mundo y está conduciendo a un brutal recorte de derechos que tanto costó obtener. Algún McNamara de hoy aparecerá en las pantallas del futuro, sonriente, recordando cómo se inventaron esta o aquella patraña, cómo engañaron descaradamente a tantos millones de personas, a las que condujeron a la miseria y la desesperación mientras ellos se enriquecían aún más en medio de la niebla.

Publicado en El Periódico Extremadura
 

11 de noviembre de 2011

El castigo de la indiferencia

ALGÚN lector pensará que me lo invento, pero hacía yo la otra mañana mi habitual ruta anticolesterol cuando, a la vista de algunos carteles electorales –pequeños los de Izquierda Unida, enormes los del PP (no vi ninguno del PSOE, palabra de honor)–, caí en la cuenta de que, en esta ocasión, a diferencia de otras, no había aparecido en la campaña el antaño indispensable Rodríguez Ibarra. ¿El peso de los años? ¿Una encomiable intención de dar paso a nuevos valores? ¿Una inoportuna gripe?

Como esos paseos matinales oxigenan el cerebro, a poco de reflexionar sobre el asunto me incliné por atribuir la ausencia en la pelea de persona tan combativa y de tanto predicamento como el expresidente a que, disconforme con la manera en la que sus correligionarios están llevando la cosa, hubiera optado por un prudente silencio. Mejor permanecer callado que discrepar de los amigos en una situación difícil y, mucho menos, defender algo en lo que no se cree.


Sería una postura respetable. Soy de quienes piensan que Rubalcaba fue la mejor elección posible para sustituir a Zapatero, desaparecido en combate, pero las circunstancias le están siendo tan adversas, las zancadillas que le han puesto tan de tarjeta roja, que incluso en el debate del otro día con Rajoy fue incapaz de desplegar todo su poder de convicción, atrapado por una liturgia encorsetada a la que debiera haberse negado y por una herencia plagada de deudas que pesa sobre él como una losa. Por muy buen orador que se sea, es imposible defender lo indefendible. Se entendería, pues, que un viejo león como Ibarra prefiriera no participar en la ceremonia.

Sin embargo, cuando al regresar a casa leí en este periódico que nuestro hombre sí iba a hacer campaña, pero en Ciudad Real, tuve que recomponer mis ideas. El enclaustramiento del veterano guerrero no era, pues, fruto de su desacuerdo con una política que juzgara desacertada. Tampoco de un deseo de mantener prudencia ante el abandono de principios que se dijeron irrenunciables y ahora yacen en el baúl de los recuerdos. Las razones eran más prosaicas, más de andar por casa: desacuerdos entre vecinos, disputas de familia, rencores no cicatrizados... Rechacé atribuirlas a que, a diferencia de la victoria, la derrota siempre sea huérfana.

Publicado en El Periódico Extremadura
 
  

5 de noviembre de 2011

La teoría de las catástrofes se quedó corta

HABRÁN pasado 30 años desde que tuve ocasión de oír, en unas jornadas celebradas en Zaragoza, a René Thom, el célebre científico francés creador de la teoría de las catástrofes. Tuvo una importancia capital en las matemáticas del siglo pasado y recibió la medalla Fields, una distinción equivalente en su mundo al premio Nobel. El hombre estaba ya notablemente envejecido y los oyentes nos esforzábamos por no perder detalle de su conferencia, pronunciada en un francés monocorde y apenas audible. Falleció en 2002 sin lograr su objetivo de hallar un procedimiento para evitar situaciones caóticas en campos tan aparentemente dispares como la biología o la economía, por ejemplo.


Lo recuerdo en este momento, cuando las noticias sobre la crisis mundial, y más concretamente en esta Europa que creíamos tan asentada, se suceden a un ritmo propio de ópera bufa. Salen unos personajes al escenario, sueltan su gracia, se van, aparecen otros, se suceden los líos, hoy dicen que blanco, mañana que negro, ahora convocan referéndums, más tarde los desconvocan,  por la mañana se adoptan medidas definitivas y suben las bolsas, por la tarde las medidas se tornan inútiles y las bolsas se hunden. Al tiempo aumenta el paro, se reducen los salarios, servicios públicos esenciales se hallan en riesgo…

Ignoro si René Thom se fue al otro mundo sin lograr su propósito porque le faltara tiempo o, más probablemente, porque se tratara de un objetivo imposible. Los economistas intentan resolver problemas de una gran complejidad aplicando criterios científicos y se olvidan de que el mundo que pretenden regular no se rige por tal tipo de razones, sino por otras puramente egoístas, basadas en la búsqueda del máximo beneficio en el mínimo tiempo posible. La cuadratura del círculo resulta más sencilla.

Mientras, aquí, dicen que ha empezado la campaña electoral. Así será. La ilusión que otras veces acompañaba estos días se ha tornado en indiferencia. El voto que antes se entregaba con convencimiento, ahora, en el mejor de los casos, se dejará caer con desgana. Los programas políticos se mezclan con los folletos del supermercado y dedicar tiempo y esfuerzos a discutir sobre si se gastaron tres euros más o menos en las baldosas de un edificio oficial parece la contribución más importante que algunos pueden hacer al bien común. ¡Lo que hubiera disfrutado René Thom viendo este panorama!

Publicado en El Periódico Extremadura