7 de mayo de 2011

Cuando poder votar producía envidia

ESTANDO uno próximo a esa edad en que buena parte del tiempo se dedica a contar batallitas, me permitirá el lector que rememore mi primer viaje a Francia, hace ahora casi 40 años. Lo hicimos un grupo de amigos en un seiscientos que, aunque nos había dado algún problema mecánico, nos permitió cruzar la frontera entre Irún y Hendaya sin más incidentes que el mal humorado examen por parte de la policía española de los pasaportes. Tenían que comprobar que nuestros nombres no figuraban en las kilométricas listas de personas que tenían prohibida la salida de España.

Tengo aún muy viva la imagen que más llamó mi atención apenas pisado suelo francés: la de las banderolas en que el Partido Comunista de Francia pedía el voto para las elecciones que iban a tener lugar allí. ¡Estábamos en Europa! ¡Estábamos en un país en que se podía votar y, por si eso fuera poco, se podía colocar propaganda con la hoz y el martillo sin arriesgar fuertes penas de prisión!


Era lógico que, pocos años después, finalizada en España la época en que nos asombraba lo que ocurría más allá de los Pirineos, las primeras elecciones en nuestro país, en junio de 1977, despertaran la ilusión que despertaron. Recuerdo algunos mítines de aquella campaña irrepetible: el de Santiago Carrillo en la plaza de toros de Mérida, llena a reventar; el de Felipe González en la de Cáceres, con banderas republicanas ondeando al viento... No recuerdo si Fraga y los otros exministros franquistas que fundaron Alianza Popular organizaron alguno en Extremadura. Daban por hecha una victoria aplastante, pero cosecharon un fracaso mayúsculo. La gente estaba harta de ellos y terminó votando en su mayoría a la UCD de Suárez.

Rememoro hoy esas fechas, apenas iniciada una campaña electoral que coge a la gente bastante desilusionada y con una pésima opinión de los políticos. Lamento no coincidir con el director de este periódico, que ayer escribía sobre el estremecimiento de felicidad que todavía, al cabo de más de 30 años, le supone introducir su voto en la urna; pero, aun así, sin sentir una especial emoción, sin creer que una papeleta puede cambiar el mundo, sin olvidarme de tanta promesa incumplida, de tanto desengaño, me bastará con recordar la envidia que un viaje a Francia podía producir a los españoles para que día 22 ejerza mi derecho al voto. Un voto útil.