NO ME ALEGRA escribir lo que sigue, más bien me entristece, porque el asunto que hoy se impone es el papelón desempeñado por Zapatero en su reciente visita a Washington, donde en el Desayuno Nacional de la Oración –¡vaya nombrecito!–, amén de su plegaria basada en la Biblia llegó a invocar al mismísimo Dios. ¿Se dejó asesorar por el cardenal Rouco, el mismo que encabeza las marchas antiabortistas y moviliza su grey contra toda ley que ensanche las libertades en España? ¿Lo hizo aconsejado por el presidente del Congreso, Bono, tan experto en poner una vela a dios y otra al diablo? ¿Quizá por su nuevo amigo, Jota P, que ha alabado sin recato su intervención?
Todos recordamos con sonrojo la fotografía de Aznar con los pies en la mesa ranchera fumándose un puro con su amigo americano, el responsable de tanto desastre como hoy asola el mundo. Pero aquella imagen era, después de todo, reflejo de los personajes retratados. No situaba a ninguno fuera de su contexto. ¿Y ahora?
Ahora Zapatero acude a una ceremonia religiosa ultramontana, traga saliva –queremos suponer– cuando le traducen los rezos que otros dirigen, pierde la mirada cuando los demás inclinan la cabeza y deja perplejos a millones de españoles que confiaron en él tras prometerles que no les defraudaría. ¿Un ora pro nobis?
No. Bien pensado, cuando las alarmas de naufragio en el buque gubernamental suenan atronadoras, cuando los cambios de rumbo y las órdenes contradictorias son pan de cada día, cuando las disensiones en las filas socialistas son inocultables; cuando se desmiente hoy lo que se dijo ayer, cuando incluso alguien tan absolutamente incoloro, inodoro e insípido como Rajoy sería presidente de Gobierno si mañana se celebrasen elecciones, no ha de tratarse tanto de que el agnóstico Zapatero, el defensor de la laicidad del Estado, entone no se sabe bien a qué santo un ora pro nobis. Lo que ha entonado habrá sido más bien un ora pro me. Pero muy milagroso tendría que ser el santo para que la plegaria surtiera efecto.