NO HE VISITADO tanto como hubiera querido Cataluña, pero cada vez que lo he hecho me he prometido regresar. Allí siempre he sido acogido con los brazos abiertos y jamás me he encontrado con dificultad alguna derivada de mi lamentable desconocimiento del idioma catalán, por ejemplo. Admiro, por otra parte, la capacidad de integración que los catalanes mostraron décadas atrás de los miles de extremeños que, forzados por las más perentorias necesidades, se vieron obligados a emigrar hasta aquellas tierras, donde progresaron en forma que aquí hubiera resultado imposible.
Comprenderá el lector que, con esos antecedentes, quien suscribe se haya sentido feliz al comprobar, en unas recientes jornadas dedicadas en Alcántara a hablar de las relaciones entre Cataluña y Extremadura, que personas de buena fe de ambas procedencias, aunque discrepen en algunas cuestiones, pueden mantener discusiones civilizadas en las que imperen la cordialidad y los esfuerzos por comprender al otro. Y la satisfacción se acrecienta cuando, como ha sido el caso, esos esfuerzos de entendimiento no sólo se aprecian en ciudadanos comunes, sino en quienes ocupan cargos de la máxima responsabilidad política. Así, la intervención del presidente de la Junta en la inauguración de las jornadas que menciono fue impecable, y no sólo desde un punto de vista formal. Su apelación a que se tiendan puentes entre comunidades que muchos consideramos artificialmente enfrentadas en anteriores etapas, su llamada a interpretaciones generosas de términos lingüísticos, como el de nación, que plasman los sentimientos de pertenencia de la gente a pueblos o lugares diversos, resultan esperanzadoras.
A menudo parece importar más que la realidad la percepción que de ella se tiene o la visión no siempre desinteresada que de ella se nos da. Por eso, el ciudadano libre no debiera verse reflejado en las palabras y actitudes provocadoras de quienes basándose en tópicos y medias verdades buscan el enfrentamiento entre unos y otros, sino en las de quienes para reafirmar su propia identidad no necesitan menospreciar la ajena. En Alcántara se ha visto que, aunque menos ruidosos que los primeros, los segundos existimos y no somos pocos.