A RIESGO de ser acusado de frivolidad, podría decirse que sobre el Gobierno ha caído una maldición vudú. Todo parece ponérsele en contra. Apenas si se ha repuesto del secuestro de los atuneros y tres cooperantes sufren la misma suerte en Mauritania. No ha salido del atolladero provocado por la huelga de hambre de la saharaui Aminetu Haidar y la Guardia Civil lleva su celo en la persecución de unos narcotraficantes hasta el punto de entrar en aguas ajenas y crear un conflicto diplomático. Los medios de la extrema derecha tienen madera para sus calderas. Arrasar Somalia, propugnaban algunos antes; no ceder a ningún chantaje, dicen ahora. Yo mataría a doce islamistas si así liberara a nuestros compatriotas, añade otro, lesionado de madrugada en un oscuro incidente del que no se acusa directamente a Zapatero aunque las víboras suelten su veneno: “El hecho de que Hermann Tertsch sea un periodista muchas veces crítico con el Gobierno no puede en absoluto justificar la agresión”, ha llegado a decir la lideresa.
La pregunta es qué actitud cabe tomar a quienes, aun estando en desacuerdo con una forma de gobernar en la que a menudo priman los errores sobre las aciertos y la apariencia sobre el fondo, vemos con estupor que la deseable crítica al poder se sustituye por el insulto y la tergiversación. No parece que el silencio ciudadano sea aconsejable, pero tampoco convendría entrar al trapo de tanta provocación, de tanto esfuerzo por desenterrar viejas hachas de guerra.
Algunos piensan que todo lo que sucede, inimaginable en la mayoría de los países vecinos, es la hipoteca que ahora estamos pagando por una Transición que no colocó a cada cual en su sitio, que dejó intactos los nudos del “atado y bien atado” y que permitió a muchos pensar que sus privilegios eran intocables. Ante tanta intoxicación, tanta ofensa y menosprecio, sólo cabe esperar, quizás ingenuamente, que los excesos en que algunos incurren encuentren respuesta en un Ejecutivo que suscite más adhesiones. Ya veremos.