CUANDO, en los años de la Transición, se organizó el llamado Estado de las Autonomías, hubo quien acuñó aquel lema del café para todos. Fue una hábil manera, aunque no creo que de efectos perennes, de dar satisfacción a reivindicaciones históricas de Cataluña, el País Vasco y –en menor medida– Galicia, procurando que ningún otro territorio se sintiera discriminado. Se dibujó un mapa de España de diecisiete colores, aunque ya entonces el arco iris constara solo de siete.
Que aquella política fue beneficiosa para la sociedad española parece fuera de duda, y si alguna cupiera ya habría quien se encargase de despejarla, pero también trajo consecuencias indeseadas: proliferación del funcionariado, aprobación en términos casi idénticos de diferentes leyes en cada territorio, creación de cargos públicos de dudosa necesidad, etcétera.
En los últimos días se están produciendo circunstancias que debieran hacernos meditar sobre la conveniencia de unificar criterios aquí y allá en dos aspectos básicos de las llamadas políticas sociales: el de la sanidad y el de la educación.
En cuanto al primero, el ministerio analiza medidas para reducir el gasto sanitario, cuyo déficit es de casi 15.000 millones de euros. Una de ellas, y no la menos importante, es la de crear “una central de compras entre las autonomías para obtener mejores precios de la industria de consumibles”. ¿Habrá quien se oponga a algo tan razonable?
En lo que se refiere al otro asunto, el ministro Gabilondo se esfuerza en alcanzar un pacto en pro de un sistema educativo inmune al virus del vaivén que atacó a los anteriores y al que pueda augurársele larga vida. Ojalá se llegue al acuerdo, pero, hasta entonces ¿tiene sentido que Extremadura, por ejemplo, elabore una ley autonómica que acaso habría que modificar si el pacto propuesto por el ministerio llegase a buen puerto?
Nuestra identidad regional no se va a ver afectada por gestos de austeridad como los anunciados para el Día de Extremadura (sé de alguno que no va a llorar por la supresión del espectáculo), pero tampoco lo sería si su defensa no se hiciera a costa de pedirlo cortado (el café, digo) única y exclusivamente porque el vecino lo haya pedido con leche.