11 de febrero de 2015

Una anécdota del profesor Senabre

RECIENTEMENTE fallecido el profesor Senabre, los medios informativos regionales han dedicado a glosar su figura mucho menos espacio del que hubiera merecido, aunque lo ocupen habitualmente con asuntos mucho menos importantes. Sin entrar en cuestiones académicas propias de especialistas, no hay que olvidar que el profesor Senabre fundó el Colegio Universitario de Cáceres, semilla del posterior semidistrito en esta ciudad de la Universidad de Extremadura. Un buen número de profesores y catedráticos formados por él, junto a algún ilustre colega  prematuramente desaparecido, constituyeron más tarde el núcleo de la facultad de Letras de nuestra ciudad. Las líneas que siguen pretenden difundir, partiendo de una anécdota de la que fui testigo, un rasgo de su personalidad, al margen de lo estrictamente académico, quizás no suficientemente conocido.


Me encontré por  primera vez con el profesor Senabre en un seminario interdisciplinar que se organizó en Guadalupe a principios de los 70. Sin embargo, mi relación más significativa con él se produjo cuando, junto con otros profesores y profesionales cacereños, coincidimos en una agrupación en defensa de los valores democráticos, constituida al poco de haberse producido el golpe de estado del 23 F. Vista desde la perspectiva actual, ese compromiso suyo de carácter político puede parecer poca cosa; en aquellos momentos constituía toda una valiente declaración de principios.

Fue justamente debido a su predisposición a favor de los valores democráticos por lo que se produjo la anécdota que quería recordar. Era el mes de junio de 1981 y en Jarandilla de la Vera iban a iniciarse los primeros cursos de verano de la Uex, auspiciados por el catedrático ahora recién fallecido. Los ponentes eran de altísimo nivel (recuerdo a don Sixto Ríos, padre de la Estadística en España, don Julián Marías, el profesor Norberto Cuesta de Salamanca, etcétera). También se hallaba presente entre los organizadores de los cursos cierto personaje cacereño que, relativamente joven entonces, había tenido tiempo para desempeñar un sinnúmero de cargos oficiales durante la dictadura y no menos en los de la incipiente democracia: presidente de la Diputación provincial, delegado de educación, director de escuela universitaria… No quiero calificarlo con la palabra que me viene a la cabeza, pero podría decirse que no había asunto relativo a la educación en Extremadura en el que su intervención no fuera decisiva, se tratara del nombramiento de tribunales de oposiciones, de la contratación de profesores, de la creación de nuevos centros universittarios…

Hallándonos un grupo de personas, entre ellas el citado personaje, tomando un aperitivo en una famosa taberna de Jarandilla, le dio al mesonero por contar chistes de los que entonces circulaban en ciertos medios y con los que se pretendía ridiculizar a los diputados que meses atrás habían sido secuestrados por Tejero, mientras se ensalzaba a este a base de mencionar, faltaba más, los atributos sexuales de que, a diferencia de sus víctimas, andaba sobrado. Al poco, mi paciencia llegó el límite y tras unas palabras agrias por mi parte, abandoné el grupo de forma abrupta.

Minutos después, coincidimos en el comedor reservado de la residencia de los cursos varios de los ponentes, el profesor Senabre, el personaje del que vengo hablando y un servidor. En cierto momento, pretendiendo sin duda el tan contumaz franquista como incansable charlatán, hacerse el gracioso, dijo más o menos: «¿Qué le parece a usted, don Ricardo, estábamos en el “Puta parió” –así se llamaba la taberna– contando unos chistes sobre Tejero y la poca casta de aquel encierro y Juan Luis se ha enfadado, dando un portazo y marchándose sin despedirse». Senabre no pestañeó. Mirándome a mí, pero consciente de que todos le escuchábamos, disparó: “no sé de qué se extraña usted, amigo Corcobado; recuerde que en nuestro país ladrones y bandoleros han gozado siempre de gran predicamento entre gente de tan baja estofa como ellos mismos; no iba a ser esta la excepción”.

El ensalzador de los golpistas, lívido, se tragó sus palabras –el profesor Senabre era mucho adversario para él–, enmudeció para el resto de las jornadas y, desde entonces, dicen que solo ha abierto la boca en caso de estricta necesidad.