POR MUCHO que lo he buscado, no he encontrado en mi biblioteca –más bien modesta, para qué voy a engañarles– un librito con el que disfruté enormemente hace unos años. Su título, más o menos, era Cómo copiar sin que te pillen, y describía de forma hilarante las mil y una formas en que un estudiante tramposo podía dar el pego al profesor en un examen: los rollitos de papel cebolla unidos por una goma, las chuletas ocultas entre los hábitos en el caso de las monjas...
En la actualidad ese librito hubiera tenido escaso éxito. No ya porque hoy en día existan métodos mucho más sofisticados para el copieteo –algunos incluso a la venta en Internet– sino porque, o mucho me equivoco, o dada la velocidad con que se propaga el papanatismo de la corrección política, pronto se generalizará a toda España el reciente acuerdo de la Universidad de Sevilla según el cual sorprender a un alumno copiando en un examen no será causa de exclusión de la prueba. El estudiante pillado in fraganti, han dictaminado las autoridades académicas hispalenses, podrá continuar realizando el examen hasta el final y, luego, será una comisión creada ad hoc la que decidirá la calificación que se otorgue al artista. La agencia de prensa que daba cuenta de lo anterior no aclaraba si en caso de disconformidad del estudiante con lo que decida la comisión podrá recurrir en amparo al Tribunal Constitucional.
El diccionario de la RAE recoge desde hace unos años el término que utilizaré a continuación, de modo que no violaré las normas gramaticales si escribo que, dada la facilidad con que este tipo de innovaciones tienden a ser imitadas, en menos de lo que canta un gallo la gilipollez recién parida en la universidad sevillana se incorporará a muchas otras instituciones educativas. Y ya veremos si en algunas de las más... avanzadas, el simple hecho de que un profesor vigile a los alumnos en los exámenes no será considerado intromisión ilegítima en su intimidad. O en su inteligencia emocional. Al tiempo.