DEJÓ DE interesarme el fútbol hace décadas. El fútbol como espectáculo, digo, porque como deporte mejor no pensarlo. Dejó de interesarme cuando me convencí de que a menudo los partidos son, más que lances entre gente honrada, duelos entre tramposos. Argentina ganó un campeonato mundial gracias a un gol que Maradona metió a Inglaterra con la que algunos llamaron la mano de Dios. Y raro es el encuentro en que un futbolista no se deja caer varias veces para intentar engañar al árbitro, no simula haber sido agredido o no insulta por lo bajini a un adversario, buscando –y a veces logrando, como en el caso de Zidane y un italiano cuyo nombre no recuerdo– sacar de sus casillas a quien le supera. Leo que hace un par de días, sin ir más lejos, Irlanda ha sido eliminada por Francia gracias a que Henry paró el balón con la mano antes de que otro compañero marcase el gol definitivo. La picaresca sigue triunfando.
En otro terreno de juego, el de la política, también abundan los jugadores marrulleros, los que no logrando vencer con buenas artes utilizan la trampa, la demagogia, para lograr sus fines de engañar a la ciudadanía; para meter goles aunque sea con la mano; para ocultar sus propias insuficiencias. Son quienes en vez de elaborar una jugada larga, trabajosa, que suponga una respuesta sensata y fundamentada a los problemas de la sociedad, prefieren la provocación al adversario, la acusación de mala fe, la gesticulación histriónica de quien, falto de cintura, ha de contentarse con dar patadones. Al balón o al tobillo ajeno.
Que el lector decida qué políticos españoles son más duchos en ese tipo de técnicas. Y si tiene dudas, que escuche a algunos de ellos cuando los invitan a ciertas cadenas de televisión especializadas en el insulto y el menosprecio –"esa chica" dicen, por ejemplo, para referirse a la ministra de Defensa–. Yo no creo que unos y otros sean iguales, pero si la gente pensara que todos son merecedores de tarjeta roja ello supondría de hecho la victoria de los tramposos.