30 de septiembre de 2007

Medallas para todos


OCURRIERON EN UN INTERVALO DE HORAS,
hace unos días, tres trágicos sucesos en los que perdieron la vida varias personas. El primero, el ataque realizado en Afganistán contra una patrulla de militares españoles de los que forman parte de la misión de la OTAN. Como se sabe, fallecieron dos de ellos; uno de origen extremeño, de 33 años, y otro ecuatoriano, mucho más joven. Fue al tiempo que un displicente Bush saludaba de refilón, mientras se cruzaba con él en una sala de la ONU, a un Zapatero de cara convertida en poema ante la grosería. ¿Qué será, por cierto, de aquellas mujeres enfundadas de pies a cabeza en el burka, cuyas imágenes mostraron una y mil veces los telediarios en los días previos a la invasión del país asiático? ¿Se habrán liberado por fin de la prenda infame?

Se produjeron, digo, tres sucesos. A los militares fallecidos ya se les han tributado funerales de Estado, presididos por los reyes, y el Gobierno les ha concedido medallas en reconocimiento de sus méritos. Perfecto. Pero los otros acontecimientos no tuvieron tanta trascendencia mediática. En uno de ellos, un guardia civil de tráfico murió arrollado por un camión cuando ayudaba a unos accidentados, cerca de Madrid. No sé cómo ocurrieron exactamente los hechos, pero me imagino al agente despreciando el peligro para auxiliar a quien lo necesitaba. Me impresionó la noticia, oída en la radio, de la que luego no encontré ampliación en ningún otro lugar. ¿No merece ese guardia reconocimiento público?

Como también merece reconocimiento mayúsculo la cuarta persona fallecida en esos días mientras trabajaba. Era una modesta percebeira gallega, de 64 años de edad, que se ganaba la vida en la costa lucense arrancando el marisco de las rocas batidas por el oleaje. Un golpe de mar la sorprendió y la pobre mujer desapareció entre las aguas. 64 años, repito. Nadie habló, tampoco en este caso, de funerales de Estado, ni de medallas. ¿Acaso no era su trabajo tan honrado y meritorio como el que más?

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