30 de junio de 2006

Poder judicial: juez y parte

PARECE FUERA DE DISCUSIÓN que en España gozamos de una amplia libertad de expresión. Los medios informativos cubren un amplio espectro ideológico e, incluso, el mal gusto imperante en muchos programas de televisión puede mostrarse impúdicamente sin que nadie se escandalice. Casi podríamos decir que no hay poder institucional que esté libre de la crítica pública. Un militar, por alta que sea su graduación, pronuncia unas palabras impropias y al día siguiente se ve justamente vapuleado en periódicos y revistas. Y si hablásemos de los políticos, que día sí día no se ven sometidos a críticas feroces, tendríamos muestras a cientos de que aquí casi nadie es intocable. Coja el lector un par de periódicos y cuente cuántas puyas se les colocan diariamente a Zapatero, a Rajoy o al último concejal de la más pequeña de las aldeas. ¿Es concebible, por poner un ejemplo, la existencia de un Jiménez Losantos en la inmensa mayoría de los países europeos? La sola hipótesis de que en Francia, digamos, una cadena de emisoras episcopal sirviera de altavoz a extremistas como el susodicho resulta inimaginable. Aunque hayamos de reconocer que personajes como Cañizares o Rouco tampoco abunden por ahí fuera.

Al lector no se le habrá escapado, sin embargo, que en las líneas precedentes aparece un repetido “casi”. Porque, según mi criterio, sí que existe un poder que permanece exento de crítica: el poder judicial. Aún recordamos el procesamiento al que se vio sometido hace años un conocido político andaluz por afirmar, con más razón que un santo, que “la justicia era un cachondeo”. Es cierto que un caso como ese sería impensable hoy en día, pero no lo es menos es que cuando se habla públicamente de asuntos que afectan a los jueces, parece que todo el mundo recurriera al papel de fumar, a la insinuación, al decir sin decir, al sobreentendido; a la natación y la guardarropía.

El proceso de paz en el País Vasco, el diálogo con ETA será, como el mismo presidente Zapatero dijo, duro, largo y difícil. Y los palos que se están metiendo en las ruedas del carro que conducen a él no son palillos de dientes. Ni siquiera de colmillos, por afilados que sean los de algunas fieras depredadoras que parecen estar rezando a diario por que se produzca algún accidente grave (no me atrevería yo a decir sangriento) en el difícil viaje emprendido por el Gobierno. Todo parece valer si de ello se pueden sacar réditos electorales. Quienes hablaban del “Movimiento vasco de liberación” ahora le niegan el pan y la sal a un Gobierno que está empeñado en poner fin honrosamente a cuarenta años de sangre y dolor. ¿Son estos agoreros del desastre, esos que enviaron españoles a la ilegal y causante de miles de muertes guerra de Irak, los que propician determinadas acciones judiciales que copan los titulares de los periódicos en las últimas semanas? ¿Tiene mucho sentido que investigaciones sobre el llamado impuesto revolucionario que se llevaban efectuando desde hace más de dos años conduzcan justamente ahora, cuando se está en puertas de un diálogo en busca del fin de la violencia, a la detención de un buen número de personas? ¿Es aceptado por la opinión pública que quienes, amenazados en sus vidas y en las de sus hijos, se han visto obligados a claudicar, se vean tratados como delincuentes, y sean esposados y así conducidos por la fuerza pública ante el juez? ¿Puede entenderse por el común de los españoles que un magistrado cuyo nombre era hace nada desconocido, ocupe últimamente todos los titulares de la prensa y que incluso coincida en el tiempo su arrolladora actividad con una larga entrevista en un periódico en la que exponga públicamente cuestiones tan íntimas como sus opciones sexuales?

El lector cómplice entenderá que las cuestiones anteriores queden formuladas como interrogantes. A diferencia de otros poderes, que en caso de sentirse injuriados por una crítica han de acudir a terceros para que sean éstos quienes sentencien, el poder judicial es juez y parte. Y aunque la crítica a sus decisiones sea consustancial a un estado de derecho, vale más tentarse la ropa antes de realizarla. Pero hay que hacerla. Especialmente si quien la efectúa es un ciudadano que, por haber carecido de ella durante muchos años, considera que la libertad de expresión es un bien inapreciable que se fortalece ejerciéndola.