28 de noviembre de 2007

Alta costura en el Vaticano

¡VAYA SERMÓN, el que tuvo que aguantar la vicepresidenta del Gobierno en la cena que el Ejecutivo ofreció el pasado sábado en la embajada en el Vaticano en honor de los tres nuevos cardenales españoles, recién investidos por el Papa! Como se sabe, el arzobispo de Valencia, Agustín García-Gasco, en lugar de hacer el brindis que se supondría adecuado en tales circunstancias y agradecer, bien que hubiera sido con la boca pequeña, la complaciente actitud del Gobierno ante nuestra recalcitrante jerarquía eclesiástica, le echó a Fernández de la Vega una bronca de las de no te menees, alertándola, como si de una de sus ovejas descarriadas se tratara, del peligro de “construir una sociedad al margen de Dios”. ¿Otra vez los monseñores a vueltas con eso del divorcio, el aborto y otros males del laicismo? ¿Condenarán también los “ceses temporales de la convivencia”? ¡Estamos listos!

Tengo ante los ojos dos fotografías. La primera, tomada durante la cena en la embajada; la segunda, durante la visita que la vicepresidenta realizó horas antes al secretario de Estado del Vaticano, cardenal Tarsicio Bertone. ¡Cómo lamento no tener la pluma que se precisaría para glosarlas en la forma debida! En la de la cena puede verse a la vicepresidenta mirando perpleja al clérigo tronante mientras los otros comensales –se distingue entre ellos a Rouco Valera y a Cañizares– agachan la mirada, puede que incluso avergonzados por lo que oyen.

En la otra foto, aparecida en este mismo diario, Fernández de la Vega, cuyo esmero en el vestir es proverbial, luce un modelo negro que habrá considerado apropiado para la ocasión –¡tan amante como es ella de los colores vivos!–, completado con un sombrerito con velo, todo a juego. Pero no tiene nada que hacer. Los encajes de Bertone, sus puntillitas, de un blanco hiriente a la vista destacando sobre el rojo de la púrpura; su bonete de seda, recién planchado, son señal inequívoca de quién va a ganar el desfile. Por goleada. Una imagen, sí, vale más que mil palabras.

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24 de noviembre de 2007

Encuestas preelectorales

HE LEÍDO en algún sitio, y lo creo cierto, que buena parte del electorado español mantiene unos criterios ideológicos que le hacen comportarse de forma homogénea a lo largo de los años. Todos podríamos citar numerosos casos de personas que jamás votarían a la derecha y otros tantos de quienes jamás lo harían a la izquierda. Pero al margen de esas capas de población, cuyo porcentaje sobre el total no es fácil de precisar, existe un buen número de ciudadanos a los que todas las encuestas consideran como indecisos. Ellos son, paradójicamente, quienes deciden los resultados finales. Y es a ellos a quienes intentan seducir los partidos, más preocupados de suavizar sus rasgos extremos que de ofrecer ideas que pudieran hacerles perder votos. No habrá que extrañarse, pues, de que tanto el PP como el PSOE se esfuercen, por ejemplo, en prometer rebajas fiscales, aunque se cuiden de ocultar el coste que supondrán para el erario público. Lo importante es asegurarse la Moncloa por cuatro años. Luego, Dios dirá.

Debiera tenerse en cuenta la existencia de esas capas de indecisos antes de descalificar, como se está haciendo, ciertos sondeos recién publicados sobre los resultados de las próximas elecciones. El margen de la victoria que todos ellos pronostican para el PSOE se halla entre el 2 y el 6%. Pero, además, quienes descalifican estas encuestas debieran saber que toda estimación, como en Estadística se denomina a este tipo de estudios, está matizada por dos parámetros que suelen pasar desapercibidos. Uno de ellos, el margen de error, permitiría concluir que los sondeos no son tan discordantes como pudiera parecer a primera vista.

El segundo parámetro, el llamado nivel de confianza, mide la probabilidad de que la estimación sea certera. Nunca es del 100%. Es como si apostásemos que al lanzar un dado no saldrá el as: lo más probable es que ganemos, pero no es seguro. Eso sucede con los sondeos: que pueden errar; pero ello está en su esencia, no en la malicia de quienes los realizan.

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21 de noviembre de 2007

Aniversarios venidos a menos

DEAMBULANDO el pasado domingo por calles próximas a la Plaza Mayor de Madrid, en un día soleado, propicio para caminar sin rumbo y detenerse de vez en cuando a mirar con asombro los astronómicos precios de los menús ofrecidos por restaurantes y tabernas o las estatuas de carne y hueso con la que muchos intentan ganarse la vida, fuimos a parar, mis acompañantes y yo, a las proximidades de la Plaza de Oriente. Convendrá explicar a los lectores más jóvenes que en dicha plaza, lindante con el Palacio Real, organizaban los franquistas enormes manifestaciones de apoyo al régimen a las que se trasladaba gratuitamente en grandes flotas de autobuses, desde todos los puntos de España y previa entrega de bocadillos y alguna que otra bota de vino, a miles y miles de personas, que coreaban consignas tan elegantes como aquella de “si ellos tienen ONU, nosotros tenemos dos”, en referencia a una resolución de las Naciones Unidas contraria a la dictadura. El último de tales despliegues propagandísticos tuvo lugar, como se sabe, pocas semanas antes de la muerte de Franco, que apareció en condiciones patéticas en un balcón del Palacio Real junto a quien poco después sería proclamado Rey de España.

El caso es que, el otro día, creí por un instante haber hecho un viaje al pasado. En una esquina de la plaza, provistos de descomunales banderas preconstitucionales, vigilados a distancia por la policía y con una megafonía que convertiría en juego de niños la utilizada por esos anunciantes que nos agraden diariamente a los pobres cacereños con sus altavoces rodantes, un grupo de uniformados, que parecían sacados de una película de romanos, cantaban a voz en grito el Cara al Sol y otros himnos semejantes.

La principal reflexión que me hice fue sobre lo cruel que puede ser el paso del tiempo. Los paseantes, muchos de ellos extranjeros, miraban a los concentrados con cierta curiosidad, considerándolos quizás una parte más del espectáculo dominical. ¿Serán sólo eso, una reliquia del pasado?

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17 de noviembre de 2007

Se presume la inocencia

VEO AL ARZOBISPO de Granada, sentado en el banquillo —mejor dicho: en un sillón— de los acusados, y no puedo por menos que compadecerme de él y de todos los que, inocentes mientras no se demuestre lo contrario, son tratados como culpables convictos y confesos en muchos de los juicios celebrados en nuestro país. Este hombre, como digo, quizá por ser quien es, puede hacer descansar su voluminosa persona en un sillón de oficina algo cutre, insuficiente para su tamaño, y no en un banco de madera, pero ni siquiera tiene delante una mesita en la que apoyar los brazos, en la que colocar sus papeles, que supongo contenidos en la cartera que reposa en el suelo. Los fotógrafos, a la caza de tan extraordinaria pieza, lo atosigan con sus cámaras, mientras el clérigo cruza los brazos como diciendo ¡qué le vamos a hacer! Las piernas, dobladas y recogidas, procuran ocultarse a la vista de los demás.

Aunque en la fotografía que tengo en la pantalla sólo aparece el prelado, acusado de “un presunto delito de acoso moral, injurias, calumnias, lesiones y coacciones a un sacerdote”, me imagino a los miembros del tribunal juzgador medio metro por encima de él, instalados en enormes poltronas y luciendo sus almidonadas puñetas o como se llamen esos encajes bordados que muestran sobre las togas. ¿Contribuye esa escenografía a que la gente normal y corriente considere que la justicia, como se dice, emana del pueblo? No lo creo. Si se humilla tan innecesariamente a todo un arzobispo, se preguntará cualquier hijo de vecino, ¿qué no se hará con el común de los mortales?

A la vista del trato que reciben quienes entran como acusados en las salas de juicios, bien pareciera que lo que se presume en nuestro sistema judicial es la culpabilidad y no la inocencia. ¿Contribuirá a ello el empeño de periodistas y locutores en hablar de presuntos autores de un delito cuando debieran decir supuestos? No lo sé. El caso es que, culpable o inocente, sólo por sentarse el acusado en el banquillo tiene una condena.

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15 de noviembre de 2007

¿Fascista, Aznar?

LAS MENTES BIEMPENSANTES, de las que andamos más que sobrados en este ruedo ibérico, se han llevado las manos a la cabeza ante la actitud poco acorde con los usos diplomáticos mantenida por el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, en la reciente Cumbre Iberoamericana celebrada en Chile. Como se sabe, Chávez, tres veces elegido democráticamente para desempeñar su cargo, tildó de “fascista” al ex presidente del Gobierno español, José María Aznar. A diestra, especialmente, pero también a siniestra, se han alabado la “comedida” actitud de Zapatero al salir en defensa de su antecesor en el palacio de la Moncloa y la menos comedida del Jefe del Estado español, quien, acaso motivado por ciertos resabios colonialistas, perdió el control exigible a quien ocupa tan alta magistratura y en un lenguaje que en nada tiene que envidiar al utilizado por el presidente venezolano le soltó a éste un “¿por qué no te callas?” que quizás hubiera sonado normal en épocas pretéritas, pero que hoy parece algo anacrónico. La respuesta de Chávez resultó inaudible.

Como nosotros somos de quienes pensamos que la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero, hemos de coincidir con el coordinador general de Izquierda Unida, Llamazares, quien a propósito del incidente de marras, y al margen de las malas formas que en él se exhibieron por ambas partes, afirmó que el hecho de que “a estas alturas alguien se escandalice” porque se censure la implicación y el apoyo del Gobierno de Aznar a la intentona de derrocar a Chávez en 2002 resulta “cuando menos, hipócrita”.

Pero es que, a mayor abundamiento, el Diccionario de la Real Academia Española, al que quizás fuera conveniente que acudieran con más frecuencia políticos y periodistas, entre las tres acepciones que incluye para el término fascista, ofrece una según la cual merece tal calificativo quien es “excesivamente autoritario”. Juzgue entonces el lector sobre el acierto o error de Chávez al atribuir ese rasgo al ex presidente Aznar.

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11 de noviembre de 2007

No somos finlandeses

CUALQUIERA QUE haya tenido la paciencia de leer algunos de los comentarios que con mi firma y sobre asuntos educativos han aparecido en estas páginas en los últimos años, sabrá que no soy precisamente un defensor de las correspondientes administraciones, tanto se trate del ministerio de Madrid como de la consejería de Mérida. Siempre he mantenido que críticas de las que antes se llamaban constructivas, aunque hoy el término suene a chiste, son necesarias para que los responsables políticos no se duerman en los laureles y puedan barajar opiniones que no procedan únicamente de quienes entonan la misma canción que ellos.

Ese forma de actuar quizás le conceda a uno cierta autoridad cuando, como ahora ocurre, siente la necesidad de denunciar el oportunismo que caracteriza a algunos políticos de la oposición. En esta ocasión quien provoca mi reflexión es el secretario general del PP de Extremadura, que recientemente manifestó que incidentes como el de Helechosa, en el que la abuela de una alumna tuvo un altercado con una maestra, u otros semejantes ocurridos anteriormente, son debidos al «fracaso» de las medidas de convivencia puestas en marcha por la Junta, y a los preceptos de la anterior Ley de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE), que «socavó» la autoridad de los docentes y dio a los alumnos «muchos derechos y pocos deberes».

Menos mal que el diputado que así se expresa no es finlandés. No quiero ni imaginar qué hubiera dicho ante el tremendo suceso en el que un alumno de esa nacionalidad mató a tiros a siete compañeros y una profesora antes de disparar sobre sí mismo. Sabe el lector que Finlandia, donde el 95% de sistema educativo es público, encabeza todas las clasificaciones sobre el nivel formativo de los jóvenes, que allí la docencia es la profesión de mayor prestigio social...Y pese a ello ocurren sucesos como el que comento, de los que nadie responsabiliza a las leyes vigentes. Claro que allí, para su fortuna, no tienen una oposición como la nuestra.


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8 de noviembre de 2007

Títulos devaluados

EL GOBIERNO, según leemos en la prensa, acaba de aprobar la anunciada medida que flexibiliza —¡vivan los eufemismos!— el bachillerato. Entrará en vigor el año que viene. Se trata de que los alumnos de primer curso que sean suspendidos en tres o cuatro asignaturas —de las ocho o nueve que constituyen el correspondiente plan de estudios— no habrán de repetir obligatoriamente dicho curso, pudiendo matricularse al año siguiente de varias materias de segundo. Como apreciará el lector, se trata de un modo tan sui géneris como pedestre de acabar con el llamado fracaso escolar. Un ¿estudiante? que, pongamos por caso, no alcance el nivel mínimo en materias tan fundamentales como Lengua, Inglés, Historia y Matemáticas, podrá pasar a la etapa siguiente como en el juego de la oca: porque le toca.

Y eso sucederá al tiempo que muchas compañías tecnológicas españolas están suplicando a las autoridades para que flexibilicen los criterios que permiten contratar a inmigrantes cualificados (ingenieros, matemáticos, físicos) procedentes de India o países del este de Europa, porque con los titulados españoles no cubren sus crecientes necesidades de personal debidamente preparado.

De modo que no es difícil predecir qué ocurrirá al cabo de unos años: los titulados en nuestro país verán su prestigio crecientemente cuestionado y los puestos de mayor responsabilidad, al menos en el mundo empresarial, serán ocupados por jóvenes procedentes de lugares donde, con menos asesores en los despachos de los ministerios de educación, y un nivel de exigencia académica como Dios manda, no se andan con tonterías a la hora de formar y seleccionar a los mejores. La flexibilidad, la falta de rigor, el progresa adecuadamente, que se inician en nuestros colegios e institutos y continúan en universidades, se volverán a corto plazo contra aquellos a quienes se dice proteger. Las intenciones de los responsables educativos serán buenas, no lo dudo, pero todos sabemos de qué está empedrado el camino del infierno.


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5 de noviembre de 2007

Ceuta, Melilla, Gibraltar

PODRÍA UNO SENTIR cierto pudor –y de hecho a veces lo siente- cuando opina públicamente sobre asuntos cuya naturaleza quizás hiciera aconsejable disponer de una mejor información antes de pronunciarse. Pero ese prudente criterio, llevado a sus últimas consecuencias, nos impediría a la mayoría de los ciudadanos manifestarnos libremente sobre muchos asuntos, renunciando así al ejercicio de uno de nuestros derechos fundamentales. Además, cuando uno habla sólo en su nombre a nadie más compromete, pues sus posibles errores únicamente a él le conciernen. No es comparable, por ejemplo, que un servidor de ustedes diga un disparate a que cierto expresidente autonómico, hoy convertido en vedette televisiva, haga público alarde de su filosofía de calendario zaragozano al afirmar que “en mi casa, como en todas, quien manda es mi mujer”. Manifestaciones tan cazurras no sólo lo desprestigian a él, sino que nos afectan a quienes fuimos sus representados hasta hace bien poco.

Pero volviendo al principio y concretando, alguien podría pensar que para opinar sobre la supuesta españolidad de las ciudades de Ceuta y Melilla o sobre el carácter británico del Peñón de Gibraltar, sería necesario poseer una solidísima formación académica, que permitiera desenvolverse con soltura en cuestiones históricas, culturales, políticas... Es muy probable que así sea, en efecto. Pero ese tipo de argumentos son perfectamente revisables y discutibles. Los de carácter geográfico, en cambio, son incontrovertibles. Basta con mirar un mapa.

En estos días está siendo noticia la visita de los reyes a las dos ciudades norteafricanas. Mi opinión sobre ese viaje es la misma que expresan muchos políticos españoles cuando algún miembro de la familia real británica visita Gibraltar. Hace tres años, por ejemplo, el Gobierno español expresó su «disgusto y contrariedad» por la visita de la princesa Ana de Inglaterra a la colonia. ¿Por qué extrañarse, ahora, de la reacción marroquí, totalmente mesurada por otra parte?

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