SOY EMPEDERNIDO lector de periódicos desde mi más tierna infancia. Recuerdo aquellas largas tardes del verano cacereño de cuando no existía la tele en las que esperaba nervioso la diaria llegada a casa de mis padres del Extremadura, como entonces llamábamos (y algunos seguimos haciendo) a este diario. Lo más interesante que tenía, y con esto ya está dicho todo, eran los ecos de sociedad: “Finalizado su veraneo en las Viñas de la Mata, regresaron ayer a nuestra ciudad los señores de Menganito, queridos amigos nuestros”. Los periódicos nacionales, por otra parte, llegaban con un día de retraso, de modo que las noticias que nos daban eran añejas, tanto como ya en la propia época lo eran aquellos papeles repletos de loas y ditirambos a los jerarcas franquistas. A las autoridades “civiles, religiosas y militares” por utilizar la expresión entonces habitual. Pero, qué digo: ¿Sólo entonces?
Envidio al magnífico Alonso de la Torre, cuya perspicaz pluma enriquece desde hace tiempo estas páginas. Y lo envidio, entre otras cosas, por la forma tan sutil, tan desprovista de acidez, con la que es capaz de analizar el singular acontecer de mi ciudad, Cáceres, a la que con acierto, no exento de ironía, llama la “ciudad feliz”. Aunque no sea el único columnista al que envidio. Uno muy famoso, que publica en un periódico de Madrid, decía hace unas semanas que prefería correr el riesgo de equivocarse y tener que rectificar que andar escribiendo siempre con la monserga de la corrección política como norma. Y se trata de un criterio que comparto. Como lector impenitente de periódicos, como les decía, me aburren quienes bajo el pretexto del equilibrio pretenden quedar bien con todo el mundo. Eso, a veces, es imposible. Por ello, a quienes carecemos de la sutileza de Alonso, no nos queda en ocasiones más remedio que ser un poco brutos. Un poco impertinentes. ¿O no se trata de impertinencia?
El caso es que vengo observando perplejo en los últimos tiempos que pese a los cambios experimentados por nuestra sociedad y pese a que las autoridades varían, algunos comportamientos de éstas permanecen inalterados. Como si los viejos tiempos de los “ecos de sociedad” no se hubieran extinguido del todo. Y a veces me digo que siendo la realidad tan difícil de modificar por la exclusiva voluntad de los humanos (no basta con querer dar trabajo a todos para lograrlo, por ejemplo), los políticos elegidos para gobernar, los únicos en los que se delega la autoridad en una democracia, podrían al menos cuidar un poco más los aspectos formales de su conducta. Podrían procurar que su deseo de lograr votos no les condujera a seguir modelos que ya debieran haber pasado a la historia. Por ejemplo: Un cuerpo de funcionarios de la administración pública, la Policía Nacional, celebra la festividad de los Ángeles Custodios, a quienes tiene por patronos. Salvado el anacronismo de que aún existan esos patronazgos, salvado incluso que una hipotética mayoría de los funcionarios afectados quisieran dar a su celebración un carácter religioso, ¿qué demonios pintan en las correspondientes ceremonias eclesiales las autoridades gubernativas? Otro caso: si la Guardia Civil efectúa una demostración para poner de manifiesto su magnífica preparación o su encomiable actitud de servicio a la ciudadanía, ¿por qué sus máximas autoridades han de acudir a un acto confesional, siguiendo fielmente la liturgia católica? ¿Qué sentido tiene que el director general de esa institución pida “la ayuda mariana” para el mejor cumplimiento de sus funciones? Porque incluso si, efectivamente, fueran razones de tipo electoral las que movieran a algunos a comportarse de forma tan chocante (¿se imaginan algo parecido en Francia, por ejemplo?) habría que decirles que el tiro puede salirles por la culata. Entre otras razones porque si de postrarse en representación de la ciudadanía ante una imagen religiosa se trata, los “de toda la vida” saben hacerlo mucho mejor que ellos. ¿No están ustedes de acuerdo?
14 de octubre de 2005
12 de octubre de 2005
Con esta oposición resulta fácil
CUALQUIER LECTOR de las sencillas reflexiones que con mi firma se publican de vez en cuando en estas páginas sabrá que el presidente de la Junta de Extremadura no es santo de mi especial devoción. Su bronca manera de expresarse, su continua atribución a los demás de las causas de los males propios, su manía de hablar en primera persona cuando menciona los logros o los proyectos de su gobierno, como si realmente le importasen tres pepinos las colaboraciones ajenas, incluidas las de sus propios subordinados, no le hacen acreedor, creo yo, de excesiva admiración desde un punto de vista político. Y si se me alegaran su honradez, su austeridad, que nadie pone en duda, para que mejorara mi opinión sobre él, habría de recordar que también de algunos destacados personajes de nuestro pasado más reciente se decía que eran honrados a carta cabal y no por ello eran objeto de nuestro entusiasmo, por poco que gastaran en maquillaje (no había más que mirar ciertas pobladas cejas) y en diversiones (las diarias comuniones y golpes de pecho no les debían dejar mucho tiempo para ello). De cierto almirante que tuvo un final trágico, se decía que utilizaba viejos bolígrafos Bic pegados con cinta adhesiva para firmar disposiciones que nos hacían la vida imposible a los españolitos de entonces. ¡Líbrenos, pues, Dios, salvadas las astronómicas distancias, de tales personajes honrados, que de los sinvergüenzas ya nos libraremos por nosotros mismos!
Claro que los resultados de las elecciones en Extremadura, convocatoria tras convocatoria, son los que son. Y ello no es casualidad. De modo que nadie podrá atribuir a nuestro personaje el que no sea auténticamente representativo de una buena parte (la mayoría, si quieren) de nuestra población. ¿Quién mejor que él podría representar, por ejemplo, a esos pensionistas extremeños que el otro día se colocaron en las cercanías del Congreso de los Diputados gritando “¡España, España!” cuando el presidente del parlamento de Cataluña accedía al edificio de la Carrera de San Jerónimo para entregar el proyecto de nuevo Estatuto?
Pero reconocido tal mérito de nuestro hombre, admitido que encarna a la perfección algunos de los rasgos más característicos de la mentalidad de sus paisanos, sería lícito preguntarse si esas continuas victorias electorales, ese continuo paseo militar, no tendrán algunas otras explicaciones exógenas, ajenas a sus propias características personales y políticas. Y si no habrá alguna razón que no haya que buscar ni en él ni en su partido político que explique tan contundentes y repetidas vueltas al ruedo, si me permiten una expresión que seguro que a él le sería cara. Y la respuesta la tendría uno sin más que mirar a la oposición. Al Partido Popular. Yo no sé qué ocurrirá en otros lugares (o sí lo sé: basta con oír a Acebes) pero aquí, en Extremadura, parece que la desesperación hace caer a la derecha más rancia en el ridículo. Y a una prueba reciente me remito. Porque podrá tenerse la opinión que se quiera del presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero, pero decir de él que “es dogmático, intransigente, intolerante con todo lo que no coincide con sus intereses, irrespetuoso, arrogante…”, como hizo en este mismo diario el otro día el secretario provincial del PP en Cáceres, atribuirle la “utilización de los máximos recursos de la propaganda más ruin”, supone a mi juicio (amén de una más que dudosa eficacia en discurso tan plagado de calificativos) un magnífico recordatorio a los electores extremeños de que las habas están contadas. Y de que a la hora de votar sólo hay dos opciones: o Ibarra o los que así se expresan (en realidad hay otra, pero me la reservo para que nadie me riña). Y, claro, ante esa disyuntiva, aún le quedan muchas vueltas al ruedo que dar a nuestro hombre. Sólo nos cabe desear que sea para bien.
Claro que los resultados de las elecciones en Extremadura, convocatoria tras convocatoria, son los que son. Y ello no es casualidad. De modo que nadie podrá atribuir a nuestro personaje el que no sea auténticamente representativo de una buena parte (la mayoría, si quieren) de nuestra población. ¿Quién mejor que él podría representar, por ejemplo, a esos pensionistas extremeños que el otro día se colocaron en las cercanías del Congreso de los Diputados gritando “¡España, España!” cuando el presidente del parlamento de Cataluña accedía al edificio de la Carrera de San Jerónimo para entregar el proyecto de nuevo Estatuto?
Pero reconocido tal mérito de nuestro hombre, admitido que encarna a la perfección algunos de los rasgos más característicos de la mentalidad de sus paisanos, sería lícito preguntarse si esas continuas victorias electorales, ese continuo paseo militar, no tendrán algunas otras explicaciones exógenas, ajenas a sus propias características personales y políticas. Y si no habrá alguna razón que no haya que buscar ni en él ni en su partido político que explique tan contundentes y repetidas vueltas al ruedo, si me permiten una expresión que seguro que a él le sería cara. Y la respuesta la tendría uno sin más que mirar a la oposición. Al Partido Popular. Yo no sé qué ocurrirá en otros lugares (o sí lo sé: basta con oír a Acebes) pero aquí, en Extremadura, parece que la desesperación hace caer a la derecha más rancia en el ridículo. Y a una prueba reciente me remito. Porque podrá tenerse la opinión que se quiera del presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero, pero decir de él que “es dogmático, intransigente, intolerante con todo lo que no coincide con sus intereses, irrespetuoso, arrogante…”, como hizo en este mismo diario el otro día el secretario provincial del PP en Cáceres, atribuirle la “utilización de los máximos recursos de la propaganda más ruin”, supone a mi juicio (amén de una más que dudosa eficacia en discurso tan plagado de calificativos) un magnífico recordatorio a los electores extremeños de que las habas están contadas. Y de que a la hora de votar sólo hay dos opciones: o Ibarra o los que así se expresan (en realidad hay otra, pero me la reservo para que nadie me riña). Y, claro, ante esa disyuntiva, aún le quedan muchas vueltas al ruedo que dar a nuestro hombre. Sólo nos cabe desear que sea para bien.
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