HACE TIEMPO, en los años del
destape, no era extraño encontrarte con un amigo en el quiosco, justo en el momento en que compraba el
Playboy (si los responsables de este periódico me permiten citar una revista de la competencia; en caso contrario diré
Interviú) y oír de sus labios, pillado
in fraganti, que si lo compraba no era por las fotos, sino por los artículos tan interesantes que traía. Era como aquel que decía ser aficionado a los espectáculos de
striptease... por la música. Esbozabas una sonrisa cómplice y pedías tu ejemplar de... bueno, de lo que fuera.
Esa tendencia a disfrazar las verdaderas razones de nuestros actos no es algo exclusivo de las personas. De las personas físicas, digo. También la muestran las personas jurídicas: asociaciones, clubes, partidos políticos. Es como si se tuviera miedo a mostrar la auténtica cara, de líneas demasiado duras, y se buscaran perfiles más inocuos, menos ilustrativos de lo que hay bajo el rostro.
Veníamos oyendo, por ejemplo, que si alcaldes y concejales ateos acudían a procesiones religiosas junto a encapuchados, bandas militares y legionarios, no era porque se hubieran convertido, caídos del caballo, al cristianismo, sino porque eso, lo de los desfiles, era algo no confesional, una muestra de la cultura popular, de las tradiciones, de lo de toda la vida, etcétera.
Está bien por tanto que con el asunto del aborto, en el que los jerarcas de la Conferencia Episcopal muestran su verdadera faz, y no la de Cristo, las cofradías penitenciales se hayan visto obligadas a desmontar la supuesta laicidad, por así decirlo, de las procesiones. Llevarán o no lacitos con consignas políticas, elevarán o no al cielo plegarias pretendiendo lograr con ellas lo que los votos, en el parlamento, les niegan, pero al menos habrán dejado una cosa clara: que son católicas, apostólicas y romanas. Habrán mostrado a todo el que haya querido enterarse que, a diferencia del amigo que ocultaba sus vergüenzas, no son de quienes compran el
Playboy por los artículos.