PARECE FUERA DE DISCUSIÓN que en España gozamos de una amplia libertad de expresión. Los medios informativos cubren un amplio espectro ideológico e, incluso, el mal gusto imperante en muchos programas de televisión puede mostrarse impúdicamente sin que nadie se escandalice. Casi podríamos decir que no hay poder institucional que esté libre de la crítica pública. Un militar, por alta que sea su graduación, pronuncia unas palabras impropias y al día siguiente se ve justamente vapuleado en periódicos y revistas. Y si hablásemos de los políticos, que día sí día no se ven sometidos a críticas feroces, tendríamos muestras a cientos de que aquí casi nadie es intocable. Coja el lector un par de periódicos y cuente cuántas puyas se les colocan diariamente a Zapatero, a Rajoy o al último concejal de la más pequeña de las aldeas. ¿Es concebible, por poner un ejemplo, la existencia de un Jiménez Losantos en la inmensa mayoría de los países europeos? La sola hipótesis de que en Francia, digamos, una cadena de emisoras episcopal sirviera de altavoz a extremistas como el susodicho resulta inimaginable. Aunque hayamos de reconocer que personajes como Cañizares o Rouco tampoco abunden por ahí fuera.
Al lector no se le habrá escapado, sin embargo, que en las líneas precedentes aparece un repetido “casi”. Porque, según mi criterio, sí que existe un poder que permanece exento de crítica: el poder judicial. Aún recordamos el procesamiento al que se vio sometido hace años un conocido político andaluz por afirmar, con más razón que un santo, que “la justicia era un cachondeo”. Es cierto que un caso como ese sería impensable hoy en día, pero no lo es menos es que cuando se habla públicamente de asuntos que afectan a los jueces, parece que todo el mundo recurriera al papel de fumar, a la insinuación, al decir sin decir, al sobreentendido; a la natación y la guardarropía.
El proceso de paz en el País Vasco, el diálogo con ETA será, como el mismo presidente Zapatero dijo, duro, largo y difícil. Y los palos que se están metiendo en las ruedas del carro que conducen a él no son palillos de dientes. Ni siquiera de colmillos, por afilados que sean los de algunas fieras depredadoras que parecen estar rezando a diario por que se produzca algún accidente grave (no me atrevería yo a decir sangriento) en el difícil viaje emprendido por el Gobierno. Todo parece valer si de ello se pueden sacar réditos electorales. Quienes hablaban del “Movimiento vasco de liberación” ahora le niegan el pan y la sal a un Gobierno que está empeñado en poner fin honrosamente a cuarenta años de sangre y dolor. ¿Son estos agoreros del desastre, esos que enviaron españoles a la ilegal y causante de miles de muertes guerra de Irak, los que propician determinadas acciones judiciales que copan los titulares de los periódicos en las últimas semanas? ¿Tiene mucho sentido que investigaciones sobre el llamado impuesto revolucionario que se llevaban efectuando desde hace más de dos años conduzcan justamente ahora, cuando se está en puertas de un diálogo en busca del fin de la violencia, a la detención de un buen número de personas? ¿Es aceptado por la opinión pública que quienes, amenazados en sus vidas y en las de sus hijos, se han visto obligados a claudicar, se vean tratados como delincuentes, y sean esposados y así conducidos por la fuerza pública ante el juez? ¿Puede entenderse por el común de los españoles que un magistrado cuyo nombre era hace nada desconocido, ocupe últimamente todos los titulares de la prensa y que incluso coincida en el tiempo su arrolladora actividad con una larga entrevista en un periódico en la que exponga públicamente cuestiones tan íntimas como sus opciones sexuales?
El lector cómplice entenderá que las cuestiones anteriores queden formuladas como interrogantes. A diferencia de otros poderes, que en caso de sentirse injuriados por una crítica han de acudir a terceros para que sean éstos quienes sentencien, el poder judicial es juez y parte. Y aunque la crítica a sus decisiones sea consustancial a un estado de derecho, vale más tentarse la ropa antes de realizarla. Pero hay que hacerla. Especialmente si quien la efectúa es un ciudadano que, por haber carecido de ella durante muchos años, considera que la libertad de expresión es un bien inapreciable que se fortalece ejerciéndola.
30 de junio de 2006
9 de junio de 2006
Veintisiete mil clases
NO SOY AFICIONADO AL FÚTBOL, lo siento. Pero entiendo perfectamente que muchos de mis mejores amigos lo sean. Todavía recuerdo cuándo dejó de interesarme ir al estadio. Fue una vez, hace siglos, en que el Cacereño y el Badajoz disputaron un partido en el viejo campo de la Ciudad Deportiva: El encuentro hubo de suspenderse antes de que finalizara pues debido a agresiones sin tino entre los jugadores e insultos a cual más hiriente para la santa madre del árbitro, las expulsiones alcanzaron tal número que debieron quedar sobre el césped (o sobre la arena, pues me parece que eso de la hierba fue posterior) diez u once futbolistas. Pero, en fin, reconozco que de vez en cuando veo algún partido por la televisión y aunque mi entusiasmo no alcance el de, por ejemplo, Rodríguez Zapatero al ver ganar al Barça la Copa de Europa, disfruto con alguna que otra jugada. Desde luego, el sonido lo quito o lo pongo muy bajito. Los comentaristas me parecen siempre de una parcialidad manifiesta.
Decía antes que entiendo que mucha gente sea aficionada al fútbol, a verlo jugar. Se combinan en un partido aspectos que están presentes en muchas facetas de nuestra vida: El azar, la necesidad de sacrificio para ganar, del trabajo en equipo, pero también la injusticia en muchos casos del resultado (en todos, para el entrenador del equipo derrotado), la parcialidad de algunos jueces o árbitros… Además de trata de una afición inofensiva. El que haya unos desalmados que en los estadios o sus alrededores se comporten como auténticos salvajes no permite atribuir esos rasgos a la inmensa mayoría de los aficionados, tan pacíficos ellos como mi buen amigo y compañero Mariano de Vicente, eterno seguidor del Real Madrid y, por lo que sé, poco dado en esta última temporada a comentar los lunes los resultados del domingo anterior.
Como sé que cada persona que acude al estadio paga su entrada religiosamente, o que cada espectador de uno de esos partidos que sólo pueden verse por las cadenas de televisión digital también paga por verlos, no tengo nada que objetar a que los clubes paguen las cantidades astronómicas que pagan a las estrellas de ese deporte. A fin de cuentas se trata de un asunto privado que sólo atañe a los que, abonando sus entradas, reales o virtuales, permiten que se alcancen cifras tan enormes que resultan imposibles de abarcar por cabeza humana. Es como lo que cobran las estrellas del rock por dar uno de esos conciertos. Hace poco estuve en uno de Bob Dylan, pagué un riñón por asistir y, por lo tanto, si el viejo rockero se embolsó una millonada fue porque así lo quisimos quienes fuimos a oírle, no los que se quedaron en su casita, a los que el evento no les costó ni un céntimo.
Pero héteme aquí que el otro día, convaleciente todavía del impacto que me causaron las palabras de Acebes identificando las estrategia de Zapatero y ETA (estuvo acertado el socialista que le recomendó al ex ministro ayuda psicológica), empezó un telediario. Y en los titulares mencionaron lo que cobraría cada jugador de la selección española de fútbol si lograban proclamarse campeones del mundo: 540.000 euros. Es decir: Noventa millones de pesetas. ¿Por ocho, nueve partidos? Y entonces apagué el televisor. Porque, claro, ese dinerito, a diferencia del que pagan los clubes a sus estrellas, también sale de mi bolsillo. Y del de usted, amable lector; y del bolsillo del vecino del piso de arriba. Aunque el fútbol les interese lo mismo que a mí la procesión del Corpus, por poner un ejemplo.
Apagado el televisor, agarré una calculadora. E hice unas sencillas cuentas en las que manejé el sueldo mensual de un profesor de instituto con, digamos, veinte años de antigüedad y el número de clases semanales que ha de impartir, excluido el tiempo que necesita dedicar a las cada día más frustrantes tareas puramente burocráticas. Y el resultado me dejó definitivamente para el arrastre: Para que ese profesor llegara a cobrar lo que ganaría en pocos partidos un futbolista español, si la selección fuera campeona, necesitaría impartir, agárrense ustedes, unas 27.000 clases, en números redondos. Veintisiete mil clases. ¡Y que luego nos vengan los sucesivos ministros de educación, consejeros del ramo y otros afines, con que nuestra misión es de capital importancia! ¡A otros con ese cuento!
Decía antes que entiendo que mucha gente sea aficionada al fútbol, a verlo jugar. Se combinan en un partido aspectos que están presentes en muchas facetas de nuestra vida: El azar, la necesidad de sacrificio para ganar, del trabajo en equipo, pero también la injusticia en muchos casos del resultado (en todos, para el entrenador del equipo derrotado), la parcialidad de algunos jueces o árbitros… Además de trata de una afición inofensiva. El que haya unos desalmados que en los estadios o sus alrededores se comporten como auténticos salvajes no permite atribuir esos rasgos a la inmensa mayoría de los aficionados, tan pacíficos ellos como mi buen amigo y compañero Mariano de Vicente, eterno seguidor del Real Madrid y, por lo que sé, poco dado en esta última temporada a comentar los lunes los resultados del domingo anterior.
Como sé que cada persona que acude al estadio paga su entrada religiosamente, o que cada espectador de uno de esos partidos que sólo pueden verse por las cadenas de televisión digital también paga por verlos, no tengo nada que objetar a que los clubes paguen las cantidades astronómicas que pagan a las estrellas de ese deporte. A fin de cuentas se trata de un asunto privado que sólo atañe a los que, abonando sus entradas, reales o virtuales, permiten que se alcancen cifras tan enormes que resultan imposibles de abarcar por cabeza humana. Es como lo que cobran las estrellas del rock por dar uno de esos conciertos. Hace poco estuve en uno de Bob Dylan, pagué un riñón por asistir y, por lo tanto, si el viejo rockero se embolsó una millonada fue porque así lo quisimos quienes fuimos a oírle, no los que se quedaron en su casita, a los que el evento no les costó ni un céntimo.
Pero héteme aquí que el otro día, convaleciente todavía del impacto que me causaron las palabras de Acebes identificando las estrategia de Zapatero y ETA (estuvo acertado el socialista que le recomendó al ex ministro ayuda psicológica), empezó un telediario. Y en los titulares mencionaron lo que cobraría cada jugador de la selección española de fútbol si lograban proclamarse campeones del mundo: 540.000 euros. Es decir: Noventa millones de pesetas. ¿Por ocho, nueve partidos? Y entonces apagué el televisor. Porque, claro, ese dinerito, a diferencia del que pagan los clubes a sus estrellas, también sale de mi bolsillo. Y del de usted, amable lector; y del bolsillo del vecino del piso de arriba. Aunque el fútbol les interese lo mismo que a mí la procesión del Corpus, por poner un ejemplo.
Apagado el televisor, agarré una calculadora. E hice unas sencillas cuentas en las que manejé el sueldo mensual de un profesor de instituto con, digamos, veinte años de antigüedad y el número de clases semanales que ha de impartir, excluido el tiempo que necesita dedicar a las cada día más frustrantes tareas puramente burocráticas. Y el resultado me dejó definitivamente para el arrastre: Para que ese profesor llegara a cobrar lo que ganaría en pocos partidos un futbolista español, si la selección fuera campeona, necesitaría impartir, agárrense ustedes, unas 27.000 clases, en números redondos. Veintisiete mil clases. ¡Y que luego nos vengan los sucesivos ministros de educación, consejeros del ramo y otros afines, con que nuestra misión es de capital importancia! ¡A otros con ese cuento!
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