9 de junio de 2006

Veintisiete mil clases

NO SOY AFICIONADO AL FÚTBOL, lo siento. Pero entiendo perfectamente que muchos de mis mejores amigos lo sean. Todavía recuerdo cuándo dejó de interesarme ir al estadio. Fue una vez, hace siglos, en que el Cacereño y el Badajoz disputaron un partido en el viejo campo de la Ciudad Deportiva: El encuentro hubo de suspenderse antes de que finalizara pues debido a agresiones sin tino entre los jugadores e insultos a cual más hiriente para la santa madre del árbitro, las expulsiones alcanzaron tal número que debieron quedar sobre el césped (o sobre la arena, pues me parece que eso de la hierba fue posterior) diez u once futbolistas. Pero, en fin, reconozco que de vez en cuando veo algún partido por la televisión y aunque mi entusiasmo no alcance el de, por ejemplo, Rodríguez Zapatero al ver ganar al Barça la Copa de Europa, disfruto con alguna que otra jugada. Desde luego, el sonido lo quito o lo pongo muy bajito. Los comentaristas me parecen siempre de una parcialidad manifiesta.

Decía antes que entiendo que mucha gente sea aficionada al fútbol, a verlo jugar. Se combinan en un partido aspectos que están presentes en muchas facetas de nuestra vida: El azar, la necesidad de sacrificio para ganar, del trabajo en equipo, pero también la injusticia en muchos casos del resultado (en todos, para el entrenador del equipo derrotado), la parcialidad de algunos jueces o árbitros… Además de trata de una afición inofensiva. El que haya unos desalmados que en los estadios o sus alrededores se comporten como auténticos salvajes no permite atribuir esos rasgos a la inmensa mayoría de los aficionados, tan pacíficos ellos como mi buen amigo y compañero Mariano de Vicente, eterno seguidor del Real Madrid y, por lo que sé, poco dado en esta última temporada a comentar los lunes los resultados del domingo anterior.

Como sé que cada persona que acude al estadio paga su entrada religiosamente, o que cada espectador de uno de esos partidos que sólo pueden verse por las cadenas de televisión digital también paga por verlos, no tengo nada que objetar a que los clubes paguen las cantidades astronómicas que pagan a las estrellas de ese deporte. A fin de cuentas se trata de un asunto privado que sólo atañe a los que, abonando sus entradas, reales o virtuales, permiten que se alcancen cifras tan enormes que resultan imposibles de abarcar por cabeza humana. Es como lo que cobran las estrellas del rock por dar uno de esos conciertos. Hace poco estuve en uno de Bob Dylan, pagué un riñón por asistir y, por lo tanto, si el viejo rockero se embolsó una millonada fue porque así lo quisimos quienes fuimos a oírle, no los que se quedaron en su casita, a los que el evento no les costó ni un céntimo.

Pero héteme aquí que el otro día, convaleciente todavía del impacto que me causaron las palabras de Acebes identificando las estrategia de Zapatero y ETA (estuvo acertado el socialista que le recomendó al ex ministro ayuda psicológica), empezó un telediario. Y en los titulares mencionaron lo que cobraría cada jugador de la selección española de fútbol si lograban proclamarse campeones del mundo: 540.000 euros. Es decir: Noventa millones de pesetas. ¿Por ocho, nueve partidos? Y entonces apagué el televisor. Porque, claro, ese dinerito, a diferencia del que pagan los clubes a sus estrellas, también sale de mi bolsillo. Y del de usted, amable lector; y del bolsillo del vecino del piso de arriba. Aunque el fútbol les interese lo mismo que a mí la procesión del Corpus, por poner un ejemplo.

Apagado el televisor, agarré una calculadora. E hice unas sencillas cuentas en las que manejé el sueldo mensual de un profesor de instituto con, digamos, veinte años de antigüedad y el número de clases semanales que ha de impartir, excluido el tiempo que necesita dedicar a las cada día más frustrantes tareas puramente burocráticas. Y el resultado me dejó definitivamente para el arrastre: Para que ese profesor llegara a cobrar lo que ganaría en pocos partidos un futbolista español, si la selección fuera campeona, necesitaría impartir, agárrense ustedes, unas 27.000 clases, en números redondos. Veintisiete mil clases. ¡Y que luego nos vengan los sucesivos ministros de educación, consejeros del ramo y otros afines, con que nuestra misión es de capital importancia! ¡A otros con ese cuento!