28 de mayo de 2006

Orejas de burro

HE DUDADO POR UN MOMENTO de si titular estas líneas con el españolito que vienes al mundo, que quizás resumiera mejor que las palabras que finalmente he elegido lo que van a leer a continuación, pero me he rendido ante el contundente atractivo del nombre de aquel vil instrumento escolar que acaso muchos pedagogos consideraron en su día como el no va más de la modernidad. Porque eso de ser modernos siempre se ha llevado mucho entre los teóricos de la educación, incluso antes de que existieran las consejerías del ramo.

Como profesor que soy, les confieso que me agrada que parte de mis alumnos sean de los primeros cursos de Secundaria. Casi niños, aún no han perdido la ingenuidad de la infancia y aunque matemáticas, la verdad sea dicha, aprenden poquitas, con ellos no ve uno todo su trabajo tirado por la borda, como a veces llegas a pensar que sucede cuando trabajas con chavales mayores, muchos de ellos presentes en las aulas exclusivamente por obligación, no por devoción. Cada gesto que haces ante los pequeños, cada modo de comportamiento que muestras, cada palabra que pronuncias, son absorbidos por ellos como si se hubieran convertido en esponjas.

El otro día, en medio de una clase que transcurría en buen ambiente (iba a decir que en el buen ambiente habitual, pero corría el riesgo de parecerles vanidoso a ustedes), como un chico no diera pie con bola, empecé a contarles lo que, muchos años atrás, se hacía con los alumnos menos despiertos. Y les hablé de aquellas orejas de burro de cartón que se colocaban en las cabecitas de quienes no se habían sabido la lección o el catecismo, antes de pasearlos para su vergüenza por el resto de las aulas del colegio, para que los demás escolares, a veces tan proclives a la burla, les llamaran “¡burro, burro!” y otras lindezas semejantes, mientras los pobres humillados enrojecían e inclinaban la cabeza. Se lo contaba a mis oyentes como el que cuenta una batallita, pero, para mi sorpresa, no había terminado de hablar cuando dos alumnos me interrumpieron al unísono: “Sí, sí, doña Fulanita, en el colegiox de Cáceres, lo hace siempre. El año pasado nos las puso a nosotros. Nos subía a la tarima y los demás niños se reían de nosotros”. Me dieron las referencias precisas como para que yo quedara convencido de que lo que contaban era cierto, pero el lector comprenderá que me reserve dicha información.

Terminada la clase, cayó en mis manos un documento suscrito recientemente por la Consejería de Educación y la práctica totalidad de los sindicatos de profesores extremeños, orientado a la “mejora de la calidad en la educación del siglo XXI”. Como se ve, nada de intentar mejorar la deteriorada enseñanza en, qué se yo, los veinte o treinta próximos años, que debe parecer objetivo bien modesto. ¡A un siglo vista! Bueno, pues en ese documento, cuyos fines pese a las apariencias son de tipo más organizativo y salarial que educativo, y cuya detenida lectura aconsejo a quien desee hacer un cursillo rápido de escritura creativa, se contienen párrafos de lenguaje tan liso y llano como éste: La práctica docente perseguirá que los alumnos y alumnas extremeños aprendan a ser, aprendan a hacer, aprendan a conocer, aprendan a convivir y aprendan a imaginar. O como este otro: El profesor debe ser el autor responsable de que cada alumno cree su propio paradigma. Textos en consonancia, como apreciará el lector informado, con ese indescriptible preámbulo del nuevo Estatuto de Autonomía de Andalucía que ha provocado reacciones sin tino.

Como supondrán ustedes, tras leer lo de paradigma y lo de aprender a imaginar quedé sumido en la perplejidad. Aquí, me dije, conviven la mayor proporción de ordenadores por alumno del universo (otra cosa es qué se haga con ellos) con las orejas de burro; las pomposamente llamadas secciones bilingües de algunos institutos con las tasas de fracaso escolar más altas de España. Pero, desde luego, no parece que entre nuestros próceres educativos haya tenido mucho eco aquel consejo que Machado puso en labios de Juan de Mairena: “No es conveniente que pueda decirse de vosotros: Muchas ñoñerías dicen, pero ¡qué bien las redactan!”