NO, no os preocupéis por mí, amigos, no
penséis que el paso de los años me ha convertido en uno de esos
dinosaurios para los que todo tiempo pasado fue mejor. ¡Faltaba más!
Pero a la vista de los espectáculos con apariencia de debate político
que ofrecen actualmente las cadenas de televisión en horarios de máxima
audiencia, no puedo por menos que echar de menos aquel inolvidable
programa que fue La Clave, el de cuando la segunda cadena y no la 2. ¿Lo recordáis?
Tras la proyección de una película, habitualmente interesante, un grupo de seis, siete, incluso ocho invitados debatían tranquilamente, sin prisas, durante dos o tres horas, sobre un tema de actualidad, del que la película había constituido una especie de introducción. Apenas si se interrumpían, jamás daban voces y el moderador, José Luis Balbín —cuidada barba blanca y perenne pipa en mano— se limitaba a ir dando paso a las distintas intervenciones. Los programas solían terminar con un apagado progresivo de luces, mientras los invitados se saludaban y despedían cordialmente.
Tras la proyección de una película, habitualmente interesante, un grupo de seis, siete, incluso ocho invitados debatían tranquilamente, sin prisas, durante dos o tres horas, sobre un tema de actualidad, del que la película había constituido una especie de introducción. Apenas si se interrumpían, jamás daban voces y el moderador, José Luis Balbín —cuidada barba blanca y perenne pipa en mano— se limitaba a ir dando paso a las distintas intervenciones. Los programas solían terminar con un apagado progresivo de luces, mientras los invitados se saludaban y despedían cordialmente.

Hoy en cambio los programas que, en cierto sentido, podrían considerarse herederos de aquel, parecen hacerse en busca del espectáculo circense, del intercambio de descalificaciones entre los participantes en las discusiones, que en muchos casos, más que luz sobre los asuntos que tratan, arrojan confusión, malentendidos, demagogia. Tanto ellos, los presentadores, como ellas, las presentadoras, que bien parecieran ser participantes en un desfile de modas, recitan unos guiones que alguien les ha escrito y aparentan saber tanto sobre los temas en discusión como yo del noble arte del cultivo del bonsái.
Si hoy entronizan a un personaje, ensalzan un movimiento político de nuevo cuño, porque eso les hace aumentar la audiencia e incrementar los ingresos publicitarios, mañana pueden hacer exactamente lo contrario, denigrar a ese mismo político, ridiculizar sus planteamientos, hacerle subir a un cuadrilátero en el que una banda de la porra intentará dar buena cuenta de él. Y todo ello, exactamente por las mismas razones por las que el día anterior hacían lo contrario —business is business— o porque alguien se ha asustado de lo que estaba ocurriendo y ha llamado al orden.
No son programas que contribuyan a incrementar la cultura política del país, favorezcan el diálogo civilizado entre personas de distintas ideologías o muestren a la audiencia que es posible escuchar respetuosamente argumentos distintos de los que uno mismo mantiene. Como le sucedía a la mona que se vestía de seda, siguen siendo programas basura por mucho que se intenten echar sobre los hombros una capa de respetabilidad.
La Clave podía verse sin mascarilla, respirando a pleno pulmón. Con estos programas, en cambio, toda precaución es poca. La contaminación resulta prácticamente inevitable.