30 de diciembre de 2009

La esquela que no lo era

QUE LOS PERIÓDICOS –y más en los tiempos que corren– necesitan de la publicidad es perfectamente sabido y se comprende que sus responsables no desaprovechen oportunidad alguna que les ayude a sanear unas cuentas que en los últimos años, en toda la prensa, ofrecen tintes más bien sombríos. Es indiscutible que ciertos anuncios publicitarios son de pésimo gusto, como los que en diversos medios, incluidos algunos de marcado carácter conservador, ofrecen servicios sexuales de forma tan procaz como para escandalizar al mismísimo Camilo José Cela que resucitara, pero supongo que si los lectores compran esos diarios, aunque sea a la salida de misa de una, las empresas periodísticas tienen razones para mantenerlos.

Sin embargo, el anuncio antiabortista que, con apariencia de esquela funeraria, apareció el pasado lunes en varios periódicos españoles no debiera haber sido publicado; al menos, en ciertos periódicos; al menos, en la forma en que lo fue. Aun respetando a quienes crean honradamente que la interrupción de un embarazo, en los términos previstos por la ley, es un asesinato –ojo: respetando a las personas, no sus ideas– daré una razón, sólo una, por la que ese anuncio no debiera haberse publicado.

No debiera haberse publicado como lo fue porque al admitir su diseño, al colocarlo donde se colocó, los periódicos asumieron como propios –las esquelas auténticas sólo hacen referencia a personas fallecidas– los tópicos más esgrimidos por las organizaciones antiabortistas: que un embrión es una persona (“niños abortados”, decía la nota) y que interrumpir un embarazo equivale, por tanto, a quitar la vida a alguien. Lamento decirlo, pero al colocar el anuncio en el lugar destinado a las esquelas verdaderas, de fallecidos cuyos deudos debieron sentirse molestos al ver el recuerdo a sus familiares junto a esa propaganda, los periódicos otorgaron credibilidad a consignas de organizaciones extremistas que, acompañen o no sus proclamas de una cruz, son de carácter político antes que religioso.

26 de diciembre de 2009

Increíbles creencias

ENTRE tantas encuestas como se realizan habitualmente sobre las preocupaciones de los españoles (en la última, el paro, la crisis y el funcionamiento de los partidos políticos por ese orden) me llamaron mucho la atención hace unos días los resultados de un estudio aparentemente riguroso sobre las creencias religiosas en nuestra sociedad. Lo publicó un importante diario.

Según esa encuesta, más de la tercera parte de la población considera que Jesucristo, además de ser un personaje histórico, nació de una virgen. Exactamente, el 37%. Pero sorprendentemente serían más, el 42%, los que creerían que tres reyes de oriente fueron a visitarlo. No sé cómo pueden casar esas cifras.

En el año que ahora acaba se ha celebrado el segundo centenario del nacimiento de Darwin. Su teoría de la evolución es universalmente aceptada en los ámbitos científicos. Bueno, pues según la encuesta que comento, nada más y nada menos que un 30% de los españoles cree que Adán y Eva fueron los primeros seres humanos. ¿Una consecuencia de la ESO? Un poco más numerosos, por cierto, que quienes creen en el infierno, el 25%, aunque aún son más quienes creen en el demonio. ¿Un demonio sin infierno?

En fin, quedó uno tan impactado por la contundencia de esas cifras que se prometió a sí mismo revisar algunas de sus más firmes convicciones, aunque para ello hubiera de asistir a algún sermón navideño, a algún retiro espiritual... Hasta que llegó al último apartado del estudio, que analizaba las creencias de la ciudadanía en cuestiones esotéricas. Y por ahí ya no pasó, siento decirlo. Porque podrá admitirse que uno de cada cuatro españoles crea en los ovnis, con la de películas que se han hecho sobre ellos; pero, francamente, que el 22% de ellos crea en el mal de ojo, que el 18% crea que los fantasmas existen y que un 22% crea en las brujas... eso ya no. Eso, con perdón, no se lo cree ni Dios, cuya existencia, según encuesta tan pintoresca como la que nos ocupa, dio por hecha más de la mitad de los interrogados.

19 de diciembre de 2009

¡Qué cosas hacía Franco!

HASTA HACE POCO, sacar a colación en una discusión política los tiempos del franquismo suponía arriesgarse a ser tildado de cavernícola, de no haber aceptado que la inmaculada Transición supuso borrón y cuenta nueva en la historia de España. Últimamente, sin embargo, se da un hecho curioso, que no sé si atribuir a un cierto cinismo de los sectores más extremistas de la derecha española o, por decirlo con un término que forma parte de la tradición cristiana tan cara a sus integrantes, a un verdadero arrepentimiento por sus pasados pecados.

Me refiero a la reiterada mención peyorativa por parte de diversos medios de información ultra conservadores y algunos dirigentes del PP de ciertos acontecimientos de los que, promovidos por la dictadura, se daban regularmente entre nosotros antes de que la famosa lucecita del Pardo se extinguiera definitivamente.

Así, para descalificar la reciente manifestación organizada por los sindicatos UGT y CCOO en Madrid, algunos la han comparado con las que organizaba el caudillo en la plaza de Oriente. Para desprestigiar a los sindicatos han tenido que admitir que los bocadillos gratis y las generosas dietas tenían bastante que ver con aquellas concentraciones fascistas. Al tiempo, el líder del PP en el País Vasco ha desdeñado con un singular argumento la protesta de los párrocos guipuzcoanos por el nombramiento de un nuevo obispo, tan conciliador como para haber dicho recientemente que “quien apruebe la Ley del Aborto estará en situación de complicidad de asesinato”. Según el dirigente popular, la protesta la ha promovido el PNV, molesto por no poder, “como hacía Franco”, nombrar a su antojo los prelados de las diócesis vascas.

Bueno, no está mal, seamos comprensivos. Se empieza así, con un par de menciones condenatorias de lo que hasta hace poco no rechazaban, y lo mismo algún día el PP llegue a expulsar de sus filas a quienes, como Mayor Oreja, aún añoran los tiempos en que, según el ex ministro del Opus, tan plácidamente se vivía. ¡Qué cosas!

15 de diciembre de 2009

Un ministro que no lo parece

AYER ESCUCHÉ, en CNN+, una interesantísima entrevista con Ángel Gabilondo, el ministro de Educación. Me pareció tan sensato, tan suscribible, tan libre de prejuicios todo lo que dijo, que hube de lamentarme de que no abunden entre los políticos, con independencia de su color, muchos otros como él. Ya le había oído pronunciarse meses atrás con palabras cabales, lejos de la jerga huera al uso entre tantos pedagogos y educadores por accidente, sobre la importancia del esfuerzo en el proceso de aprendizaje de los alumnos, pero nunca lo había visto en persona.

Habló, claro, de temas de su competencia en el Gobierno, propugnando ese añorado pacto sobre la regulación del sistema educativo que tan necesario parece en un país que ha visto, en los últimos años, la friolera de doce leyes al respecto, cuatro de ellas sobre la universidad y el resto sobre las enseñanzas primaria y secundaria.



Pero lo que más me sedujo de sus palabras, aparte de la forma cordial y poco dogmática en que las pronunció, fueron cosas como que –no cito literalmente, pero sí en esencia– en nuestra vida cotidiana, en las relaciones humanas, no siempre encontramos las palabras adecuadas. Que en ocasiones éstas se desvanecen antes de llegar y se produce una sensación de incomunicación. Todo ello a propósito de un nuevo libro que acaba de publicar en su condición de profesor de metafísica.

Oír esas  cosas en boca de un ministro, cuando tan propensos son en su gremio a pontificar, a excluir toda verdad que no sea la suya o la de su partido, constituye una novedad por la que debiéramos congratularnos. Ojalá los vaivenes políticos no le impidan plasmar en la práctica, en los meses que le queden en su despacho de la calle de Alcalá, muchas de sus ideas.

12 de diciembre de 2009

Cómo responder a la provocación

A RIESGO de ser acusado de frivolidad, podría decirse que sobre el Gobierno ha caído una maldición vudú. Todo parece ponérsele en contra. Apenas si se ha repuesto del secuestro de los atuneros y tres cooperantes sufren la misma suerte en Mauritania. No ha salido del atolladero provocado por la huelga de hambre de la saharaui Aminetu Haidar y la Guardia Civil lleva su celo en la persecución de unos narcotraficantes hasta el punto de entrar en aguas ajenas y crear un conflicto diplomático. Los medios de la extrema derecha tienen madera para sus calderas. Arrasar Somalia, propugnaban algunos antes; no ceder a ningún chantaje, dicen ahora. Yo mataría a doce islamistas si así liberara a nuestros compatriotas, añade otro, lesionado de madrugada en un oscuro incidente del que no se acusa directamente a Zapatero aunque las víboras suelten su veneno: “El hecho de que Hermann Tertsch sea un periodista muchas veces crítico con el Gobierno no puede en absoluto justificar la agresión”, ha llegado a decir la lideresa.

La pregunta es qué actitud cabe tomar a quienes, aun estando en desacuerdo con una forma de gobernar en la que a menudo priman los errores sobre las aciertos y la apariencia sobre el fondo, vemos con estupor que la deseable crítica al poder se sustituye por el insulto y la tergiversación. No parece que el silencio ciudadano sea aconsejable, pero tampoco convendría entrar al trapo de tanta provocación, de tanto esfuerzo por desenterrar viejas hachas de guerra.

Algunos piensan que todo lo que sucede, inimaginable en la mayoría de los países vecinos, es la hipoteca que ahora estamos pagando por una Transición que no colocó a cada cual en su sitio, que dejó intactos los nudos del “atado y bien atado” y que permitió a muchos pensar que sus privilegios eran intocables. Ante tanta intoxicación, tanta ofensa y menosprecio, sólo cabe esperar, quizás ingenuamente, que los excesos en que algunos incurren encuentren respuesta en un Ejecutivo que suscite más adhesiones. Ya veremos.

5 de diciembre de 2009

Nuevos puentes en Alcántara

NO HE VISITADO tanto como hubiera querido Cataluña, pero cada vez que lo he hecho me he prometido regresar. Allí siempre he sido acogido con los brazos abiertos y jamás me he encontrado con dificultad alguna derivada de mi lamentable desconocimiento del idioma catalán, por ejemplo. Admiro, por otra parte, la capacidad de integración que los catalanes mostraron décadas atrás de los miles de extremeños que, forzados por las más perentorias necesidades, se vieron obligados a emigrar hasta aquellas tierras, donde progresaron en forma que aquí hubiera resultado imposible.

Comprenderá el lector que, con esos antecedentes, quien suscribe se haya sentido feliz al comprobar, en unas recientes jornadas dedicadas en Alcántara a hablar de las relaciones entre Cataluña y Extremadura, que personas de buena fe de ambas procedencias, aunque discrepen en algunas cuestiones, pueden mantener discusiones civilizadas en las que imperen la cordialidad y los esfuerzos por comprender al otro. Y la satisfacción se acrecienta cuando, como ha sido el caso, esos esfuerzos de entendimiento no sólo se aprecian en ciudadanos comunes, sino en quienes ocupan cargos de la máxima responsabilidad política. Así, la intervención del presidente de la Junta en la inauguración de las jornadas que menciono fue impecable, y no sólo desde un punto de vista formal. Su apelación a que se tiendan puentes entre comunidades que muchos consideramos artificialmente enfrentadas en anteriores etapas, su llamada a interpretaciones generosas de términos lingüísticos, como el de nación, que plasman los sentimientos de pertenencia de la gente a pueblos o lugares diversos, resultan esperanzadoras.

A menudo parece importar más que la realidad la percepción que de ella se tiene o la visión no siempre desinteresada que de ella se nos da. Por eso, el ciudadano libre no debiera verse reflejado en las palabras y actitudes provocadoras de quienes basándose en tópicos y medias verdades buscan el enfrentamiento entre unos y otros, sino en las de quienes para reafirmar su propia identidad no necesitan menospreciar la ajena. En Alcántara se ha visto que, aunque menos ruidosos que los primeros, los segundos existimos y no somos pocos.