ES MUY LEGÍTIMA, faltaba más, la intención de obtener el máximo beneficio por parte de quienes emprenden negocios, siempre que respeten unas normas básicas de conducta y no utilicen malas artes para ello; lo cual no siempre ocurre. Hay ejemplos sobrados en nuestro país de quienes, abusando de la necesidad ajena, han ganado dinero a espuertas sin que ni siquiera esas ganancias se hayan manifestado a efectos fiscales. No sé qué ocurrirá en otros lugares, pero no creo que existan muchos en los que el comprador de una vivienda, por ejemplo, tenga que llevar en el bolsillo un buen fajo de billetes para completar el precio que figura en las escrituras públicas y ello se considere absolutamente normal.
Un asunto lamentable es el de ciertas cadenas de televisión, que incurren a menudo en prácticas poco ejemplares desde un punto de vista ético. Esos programas en los que en aras de los índices de audiencia y los ingresos por publicidad se exponen miserias humanas que nadie debiera explotar, pongamos por caso. Hizo época una emisión de hace años en la que, cuando una mujer destrozada relataba el drama en el que se hallaba, estando a punto de llegar al colapso emocional, fue interrumpida por el presentador que le pidió esperara unos minutos antes de seguir, para “dar paso a la publicidad”.
Sin embargo, nunca había visto algo tan indignante como lo del otro día en una cadena que, sin incurrir en el tópico, podríamos llamar de extrema derecha. ETA acababa de matar a un inspector de policía en Bilbao y los invitados al programa opinaban sobre tan desgraciado acontecimiento. Mientras, en la parte inferior de la pantalla, aparecían mensajes enviados por los espectadores. El presentador tomó la palabra: “Sigan enviando sms a tal número, expresando su repulsa por el asesinato”. Lo que no aclaró fue el coste de cada uno de esos mensajes que, recibidos a miles, aprovechándose de la rabia de los remitentes, engrosarían la cuenta de resultados de la cadena. ¿Es ése un modo decente de ganar dinero?
27 de junio de 2009
20 de junio de 2009
Estudiantes encorbatados
HACE MIL AÑOS, mejor o peor contados, los estudiantes que en las universidades de toda España corríamos delante de los grises íbamos con traje y bien encorbatados. En algún colegio mayor masculino de Salamanca, por ejemplo, incluso se negaba el servicio de comedor a quien no llevara debidamente anudada la prenda de marras. Ríase el lector joven de lo que escribo, o ponga en duda la certeza de mis recuerdos, pero así eran las cosas. Hablo, ya digo, de los tiempos de Matusalén.
En las décadas posteriores, los setenta, los ochenta, el “torpe aliño indumentario”, las melenas, las camisetas descoloridas, fue el distintivo de quienes, chicos o chicas, frecuentaban los claustros universitarios. Incluso entre los profesores, la vestimenta informal y descuidada era signo de su condición. Lo importante no era la apariencia, sino el fondo.
Hoy, quizás por las vueltas que da la historia, o acaso por la influencia que sobre nuestras costumbres ejerce todo lo procedente del imperio, con su principal altavoz, Hollywood, como eficaz propagandista, se producen espectáculos que mueven a la sonrisa y a la constatación de que a la mona le sigue gustando la seda. Actos supuestamente académicos –esos que ahora se ha puesto de moda llamar graduaciones, por ejemplo– en los que los estudiantes, con independencia de su sexo, parecen maniquíes a punto ser expuestos en un escaparate. Las universidades, especialmente las privadas, organizan representaciones de gran parafernalia, tanto mayor cuanto más caros vendan sus títulos –hablo de dinero contante y sonante, no de exigencias académicas– en las que alumnos y padres aparatosamente vestidos ven plasmados sus esfuerzos en forma de diplomas entregados en pomposas ceremonias.
La comedia también empieza a interpretarse en estos últimos tiempos por los bachilleres. No se pregunte a algunos de ellos por el teorema de Pitágoras o el autor de El Quijote, pero reconózcaseles el mérito de, hijos de su época, saber adoptar a la perfección los modos de esos personajes de la prensa rosa a los que tanto admiran.
En las décadas posteriores, los setenta, los ochenta, el “torpe aliño indumentario”, las melenas, las camisetas descoloridas, fue el distintivo de quienes, chicos o chicas, frecuentaban los claustros universitarios. Incluso entre los profesores, la vestimenta informal y descuidada era signo de su condición. Lo importante no era la apariencia, sino el fondo.
Hoy, quizás por las vueltas que da la historia, o acaso por la influencia que sobre nuestras costumbres ejerce todo lo procedente del imperio, con su principal altavoz, Hollywood, como eficaz propagandista, se producen espectáculos que mueven a la sonrisa y a la constatación de que a la mona le sigue gustando la seda. Actos supuestamente académicos –esos que ahora se ha puesto de moda llamar graduaciones, por ejemplo– en los que los estudiantes, con independencia de su sexo, parecen maniquíes a punto ser expuestos en un escaparate. Las universidades, especialmente las privadas, organizan representaciones de gran parafernalia, tanto mayor cuanto más caros vendan sus títulos –hablo de dinero contante y sonante, no de exigencias académicas– en las que alumnos y padres aparatosamente vestidos ven plasmados sus esfuerzos en forma de diplomas entregados en pomposas ceremonias.
La comedia también empieza a interpretarse en estos últimos tiempos por los bachilleres. No se pregunte a algunos de ellos por el teorema de Pitágoras o el autor de El Quijote, pero reconózcaseles el mérito de, hijos de su época, saber adoptar a la perfección los modos de esos personajes de la prensa rosa a los que tanto admiran.
13 de junio de 2009
Inversiones poco ejemplares
TODA MEDIDA es una comparación. Cuando, hace ya tiempo, se sustituyó en los manuales escolares la vieja definición de metro, aquella que se refería a cierta parte de “la longitud del cuadrante de meridiano terrestre comprendido entre el polo norte y el ecuador”, por otra supuestamente más científica que mencionaba una barra de iridio y platino mostrada en un museo de París, empezó la confusión. Y aún seguimos en ella. No se pregunte a los chavales que acuden hoy a las aulas si el ecuador terrestre mide 4.000, 40.000 ó 400.000 kilómetros. Muchos de ellos no sabrán responder.
Por eso me ha parecido extraordinariamente acertada la comparación, la medida, que el periódico Público hizo ayer para poner ante los ojos del lector, con extraordinaria crudeza, el sinsentido de los noventa y tantos millones de euros que el Real Madrid va a gastarse para que cierto afamado futbolista milite, o como se diga, en sus filas. ¿Qué dirá esa cifra al común de los ciudadanos, preocupado por si podrá o no pagar este mes la cuota de su hipoteca? Lo aclara el diario: diez mil personas, diez mil, podrían percibir durante un año el subsidio de paro si se destinara a ello la fortuna que se va a gastar en el jugador de marras. Y se podrían haber hecho otros cálculos: Cuántas plazas escolares, cuántas camas hospitalarias podrían haberse creado; cuántas ayudas a personas necesitadas se podrían haber repartido con ese dinero.
Sé que se trata, o eso quiero pensar, de un negocio estrictamente privado, en el que los precios los establecen la oferta y la demanda. Pero no por ello deja de parecerme disparatado. Abundan los casos en que los excesos económicos, por muy particulares que sean los negocios en que se cometen, terminamos pagándolos todos. Y no hablo sólo de pago en moneda: el modelo que se expone es perverso. Se confunde el valor con el precio. Mientras se esté dispuesto a pagar lo que se paga por un futbolista, mientras inversiones como esa resulten rentables –lo cual, por cierto, está por demostrar–, de poco valdrá pregonar entre los jóvenes el valor de la solidaridad, el estudio, la responsabilidad.
Por eso me ha parecido extraordinariamente acertada la comparación, la medida, que el periódico Público hizo ayer para poner ante los ojos del lector, con extraordinaria crudeza, el sinsentido de los noventa y tantos millones de euros que el Real Madrid va a gastarse para que cierto afamado futbolista milite, o como se diga, en sus filas. ¿Qué dirá esa cifra al común de los ciudadanos, preocupado por si podrá o no pagar este mes la cuota de su hipoteca? Lo aclara el diario: diez mil personas, diez mil, podrían percibir durante un año el subsidio de paro si se destinara a ello la fortuna que se va a gastar en el jugador de marras. Y se podrían haber hecho otros cálculos: Cuántas plazas escolares, cuántas camas hospitalarias podrían haberse creado; cuántas ayudas a personas necesitadas se podrían haber repartido con ese dinero.
Sé que se trata, o eso quiero pensar, de un negocio estrictamente privado, en el que los precios los establecen la oferta y la demanda. Pero no por ello deja de parecerme disparatado. Abundan los casos en que los excesos económicos, por muy particulares que sean los negocios en que se cometen, terminamos pagándolos todos. Y no hablo sólo de pago en moneda: el modelo que se expone es perverso. Se confunde el valor con el precio. Mientras se esté dispuesto a pagar lo que se paga por un futbolista, mientras inversiones como esa resulten rentables –lo cual, por cierto, está por demostrar–, de poco valdrá pregonar entre los jóvenes el valor de la solidaridad, el estudio, la responsabilidad.
6 de junio de 2009
¿Jornada de reflexión?
SUPONGO que la expresión tan manida de jornada de reflexión, para referirse a un día como hoy, anterior al de unas elecciones, no aparecerá en ningún texto legal; pero, en cualquier caso, si alguna vez tuvo sentido lo perdió hace tiempo. Por varias razones. La principal, si decirlo no se considera una impertinencia, porque la reflexión es incompatible con la forma en que se desarrollan unas campañas electorales cada vez más superficiales, cuyos planteamientos se basan más en la ocurrencia, el chisme y en tirarse los aviones a la cabeza que en hacer pensar a la gente. Campañas que, además, ni como espectáculo tienen el atractivo que tuvieron años atrás. Los espacios de debate en televisión tienen escasa audiencia y los pabellones en que transcurren los mítines, como el del otro día en Badajoz, difícilmente ven todas sus plazas ocupadas.
Sería una pena que el poco interés despertado en la mayoría de la población por las elecciones al Parlamento Europeo fuera una manifestación de que en eso, según algunos, consiste la normalidad democrática: en que llamen de madrugada a tu casa y sea el lechero, en que nada despierte grandes pasiones, en que se dé por hecho que las cosas no van a cambiar porque ganen unos u otros. Sería una pena, pero la realidad es tozuda y, si se confirman las previsiones, la mitad de los electores se quedarán en casa o se irán tempranito a la playa. ¿Le importa eso a los candidatos de los grandes partidos, cada vez más parecidos a cómicos de ferias repitiendo con desgana, bolo tras bolo, frases hechas, eslóganes vacíos, tópicos y lugares comunes?
Hoy, sábado, víspera de la jornada electoral, intento recordar quiénes encabezaron la lista de los grandes partidos en las anteriores elecciones europeas. Me tengo por una persona relativamente bien informada, pero reconozco que no logro despejar mi duda. ¿Recuerda el lector la expectación que citas como la del domingo despertaban en tiempos de Suárez, Felipe González o Carrillo? ¿Tanto ha llovido desde entonces?
Sería una pena que el poco interés despertado en la mayoría de la población por las elecciones al Parlamento Europeo fuera una manifestación de que en eso, según algunos, consiste la normalidad democrática: en que llamen de madrugada a tu casa y sea el lechero, en que nada despierte grandes pasiones, en que se dé por hecho que las cosas no van a cambiar porque ganen unos u otros. Sería una pena, pero la realidad es tozuda y, si se confirman las previsiones, la mitad de los electores se quedarán en casa o se irán tempranito a la playa. ¿Le importa eso a los candidatos de los grandes partidos, cada vez más parecidos a cómicos de ferias repitiendo con desgana, bolo tras bolo, frases hechas, eslóganes vacíos, tópicos y lugares comunes?
Hoy, sábado, víspera de la jornada electoral, intento recordar quiénes encabezaron la lista de los grandes partidos en las anteriores elecciones europeas. Me tengo por una persona relativamente bien informada, pero reconozco que no logro despejar mi duda. ¿Recuerda el lector la expectación que citas como la del domingo despertaban en tiempos de Suárez, Felipe González o Carrillo? ¿Tanto ha llovido desde entonces?
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