7 de marzo de 2009

Libertad vigilada

BAJO EL PRETEXTO de defender las libertades, es cada vez más frecuente que los poderes públicos se entrometan en la vida privada de los ciudadanos. El temor, demagógicamente alimentado, a que peligrosos delincuentes atenten contra nuestros bienes y pertenencias, incluso contra nuestras personas, hace que la sociedad vaya aceptando de forma sumisa y sin apenas darse cuenta ciertas medidas que para sí hubieran querido los más extremos regímenes dictatoriales. Viajas con tu móvil encendido y, a poco que te descuides, algún amante de curiosear en las vidas ajenas sabrá por dónde andas. Visitas determinada página web y tu paso por ella queda debidamente registrado. Acudes a un cajero en cualquier banco a retirar algo de dinero de la cuenta (si es que aún queda saldo) y una cámara graba todos tus movimientos. Algunas comunidades de vecinos llegan, incluso, a instalar dispositivos que, bajo el pretexto de proporcionar a éstos más seguridad, almacenan información sobre a quién recibes en tu casa, a qué hora coges el coche, cuándo llegas por la noche...

Hace unos días, un profesor de instituto de Alicante, reciente ganador de un importante premio de novela, no soportó que en su centro hubiera instaladas cámaras de vídeo y, ni corto ni perezoso, las arrancó de donde estaban colocadas. La directora del instituto, que quizás no tuviera problemas más graves que resolver, no se anduvo por la ramas y llamó a la policía, que detuvo ipso facto al docente. Al menos tuvieron la deferencia de no someterle a la humillación de las esposas. Fue un detalle.

No sé qué opinión merecerá al lector la actitud del profesor, pero mucho me temo que, en general, despierte menos simpatías que la de ese airado ciudadano vasco que asaltó recientemente, destrozándola, una taberna frecuentada por clientela de la izquierda aberzale. Ambos, el del profesor y el del joven encolerizado, son comportamientos censurables, ciertamente, pero ninguno peor que el de acabar con la libertad bajo el pretexto de su defensa.