CONVERSANDO con un conocido el otro día, coincidíamos en que si, en general, ninguno de los dos simpatizábamos con los nacionalistas, menos aún lo hacíamos con los nacionalistas sin nación. Y confío en que el lector acoja con buen humor el juego de palabras. Es una forma amable de reaccionar frente a estos nuevos chovinistas sin causa que tan pronto creen hallar una identidad propia, buscada con lupa, en el singular modo en que se pronuncian los diminutivos en su comarca, pongamos por caso, como en el peculiar sabor de las bellotas de su pueblo.
Porque, para concretar, lo más parecido a un extremeño honrado, trabajador, solidario con sus semejantes, buena persona, en resumen, no tiene por que ser otro extremeño. Puede ser un neozelandés, por poner el ejemplo más remoto que se me ocurre. Por eso, ciertas expresiones que se utilizan con rimbombancia, con motivo de este o aquel aniversario, como la de "el orgullo de ser extremeños" o lindezas semejantes, me parecen artificialmente introducidas entre nosotros por quienes, viviendo de espaldas a los auténticos deseos de la gente común y normal, inoculan en ella por mero oportunismo actitudes de insolidaridad y egoísmo, potencialmente peligrosas.
No soy aficionado al fútbol, lo siento, pero reconozco que el otro día me detuve por unos instantes en las páginas dedicadas en este periódico a hablar de ese espectáculo. El mismo que provoca oleadas de nacionalismo –”ha ganado España”, se dice y la gente se queda tan contenta–, que hace que luzcan banderas descomunales en los balcones o que turbas encolerizadas que antes han vociferado ante un supuesto asesino se desgañiten en los estadios. Y en esas páginas leí que en un reciente partido entre el Real Madrid y el Liverpool había más jugadores españoles en el equipo inglés que en el supuestamente español. No sé cómo los patrioteros resolverán la contradicción que les supondrá corear “¡España, España!”, sabiendo que la única patria de mayoría de los destinatarios de su cántico es el dinero.