EL PROBLEMA NO ES que los reverendísimos señores obispos opinen lo que tengan a bien sobre asuntos divinos o humanos. Están en su derecho y no seré yo quien se lo niegue. No seré yo quien actúe como sus antecesores, los que integraban las comisiones de censura cinematográfica, los que ordenaban a los colegios religiosos grapar las páginas de los libros de biología en los que se explicaba la reproducción sexual, los que impedían dormir en la madrugada a todo hijo de vecino con potentes altavoces que ordenaban imperiosamente que se acudiera al rosario... Están en su derecho, sí, a opinar. Incluso a hacerlo de modo artero, induciendo a la gente sencilla a confundir embriones apenas microscópicos con niños a punto de hacer la mili. Ellos son así, melifluos, sofistas, embaucadores.
El problema no es ése. Ni siquiera el que intenten imponer a todo bicho viviente, comulgue o no con sus ruedas de molino, sus particulares criterios. Ellos, que tienen voto de castidad y están contra el uso del preservativo; ellos, que no pueden contraer matrimonio y niegan a los demás el divorcio; ellos, que no admiten mujeres en su seno y pretenden dar lecciones sobre la dignidad femenina. Ellos, en cuya iglesia abundan casos probados de seguir demasiado al pie de la letra el “dejad que los niños se acerquen a mí” y hablan del derecho del no nacido. Pero no, no es ese el problema. No es ese el problema, al menos desde el punto de vista del ciudadano que vive en un estado oficial y teóricamente no confesional.
El problema es el miedo de presidentes de Gobierno supuestamente progresistas que amagan y no dan, de vicepresidentas complacientes que rinden pleitesía a cuanto jerarca vaticano aterriza en Barajas. El problema es que estos reverendísimos hagan sus campañas partidistas, demagógicas, ofensivas para millones de ciudadanos, con el dinero que todos, creyentes o no, ovejas de su grey o no, aportamos en nuestros impuestos. Ése es el problema. Y de él, por lo que se ve, no hay dios que nos libre.