EL GOBIERNO, según leemos en la prensa, acaba de aprobar la anunciada medida que flexibiliza —¡vivan los eufemismos!— el bachillerato. Entrará en vigor el año que viene. Se trata de que los alumnos de primer curso que sean suspendidos en tres o cuatro asignaturas —de las ocho o nueve que constituyen el correspondiente plan de estudios— no habrán de repetir obligatoriamente dicho curso, pudiendo matricularse al año siguiente de varias materias de segundo. Como apreciará el lector, se trata de un modo tan sui géneris como pedestre de acabar con el llamado fracaso escolar. Un ¿estudiante? que, pongamos por caso, no alcance el nivel mínimo en materias tan fundamentales como Lengua, Inglés, Historia y Matemáticas, podrá pasar a la etapa siguiente como en el juego de la oca: porque le toca.
Y eso sucederá al tiempo que muchas compañías tecnológicas españolas están suplicando a las autoridades para que flexibilicen los criterios que permiten contratar a inmigrantes cualificados (ingenieros, matemáticos, físicos) procedentes de India o países del este de Europa, porque con los titulados españoles no cubren sus crecientes necesidades de personal debidamente preparado.
De modo que no es difícil predecir qué ocurrirá al cabo de unos años: los titulados en nuestro país verán su prestigio crecientemente cuestionado y los puestos de mayor responsabilidad, al menos en el mundo empresarial, serán ocupados por jóvenes procedentes de lugares donde, con menos asesores en los despachos de los ministerios de educación, y un nivel de exigencia académica como Dios manda, no se andan con tonterías a la hora de formar y seleccionar a los mejores. La flexibilidad, la falta de rigor, el progresa adecuadamente, que se inician en nuestros colegios e institutos y continúan en universidades, se volverán a corto plazo contra aquellos a quienes se dice proteger. Las intenciones de los responsables educativos serán buenas, no lo dudo, pero todos sabemos de qué está empedrado el camino del infierno.
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