PODRÍA UNO SENTIR cierto pudor –y de hecho a veces lo siente- cuando opina públicamente sobre asuntos cuya naturaleza quizás hiciera aconsejable disponer de una mejor información antes de pronunciarse. Pero ese prudente criterio, llevado a sus últimas consecuencias, nos impediría a la mayoría de los ciudadanos manifestarnos libremente sobre muchos asuntos, renunciando así al ejercicio de uno de nuestros derechos fundamentales. Además, cuando uno habla sólo en su nombre a nadie más compromete, pues sus posibles errores únicamente a él le conciernen. No es comparable, por ejemplo, que un servidor de ustedes diga un disparate a que cierto expresidente autonómico, hoy convertido en vedette televisiva, haga público alarde de su filosofía de calendario zaragozano al afirmar que “en mi casa, como en todas, quien manda es mi mujer”. Manifestaciones tan cazurras no sólo lo desprestigian a él, sino que nos afectan a quienes fuimos sus representados hasta hace bien poco.
Pero volviendo al principio y concretando, alguien podría pensar que para opinar sobre la supuesta españolidad de las ciudades de Ceuta y Melilla o sobre el carácter británico del Peñón de Gibraltar, sería necesario poseer una solidísima formación académica, que permitiera desenvolverse con soltura en cuestiones históricas, culturales, políticas... Es muy probable que así sea, en efecto. Pero ese tipo de argumentos son perfectamente revisables y discutibles. Los de carácter geográfico, en cambio, son incontrovertibles. Basta con mirar un mapa.
En estos días está siendo noticia la visita de los reyes a las dos ciudades norteafricanas. Mi opinión sobre ese viaje es la misma que expresan muchos políticos españoles cuando algún miembro de la familia real británica visita Gibraltar. Hace tres años, por ejemplo, el Gobierno español expresó su «disgusto y contrariedad» por la visita de la princesa Ana de Inglaterra a la colonia. ¿Por qué extrañarse, ahora, de la reacción marroquí, totalmente mesurada por otra parte?
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