DEAMBULANDO el pasado domingo por calles próximas a la Plaza Mayor de Madrid, en un día soleado, propicio para caminar sin rumbo y detenerse de vez en cuando a mirar con asombro los astronómicos precios de los menús ofrecidos por restaurantes y tabernas o las estatuas de carne y hueso con la que muchos intentan ganarse la vida, fuimos a parar, mis acompañantes y yo, a las proximidades de la Plaza de Oriente. Convendrá explicar a los lectores más jóvenes que en dicha plaza, lindante con el Palacio Real, organizaban los franquistas enormes manifestaciones de apoyo al régimen a las que se trasladaba gratuitamente en grandes flotas de autobuses, desde todos los puntos de España y previa entrega de bocadillos y alguna que otra bota de vino, a miles y miles de personas, que coreaban consignas tan elegantes como aquella de “si ellos tienen ONU, nosotros tenemos dos”, en referencia a una resolución de las Naciones Unidas contraria a la dictadura. El último de tales despliegues propagandísticos tuvo lugar, como se sabe, pocas semanas antes de la muerte de Franco, que apareció en condiciones patéticas en un balcón del Palacio Real junto a quien poco después sería proclamado Rey de España.
El caso es que, el otro día, creí por un instante haber hecho un viaje al pasado. En una esquina de la plaza, provistos de descomunales banderas preconstitucionales, vigilados a distancia por la policía y con una megafonía que convertiría en juego de niños la utilizada por esos anunciantes que nos agraden diariamente a los pobres cacereños con sus altavoces rodantes, un grupo de uniformados, que parecían sacados de una película de romanos, cantaban a voz en grito el Cara al Sol y otros himnos semejantes.
La principal reflexión que me hice fue sobre lo cruel que puede ser el paso del tiempo. Los paseantes, muchos de ellos extranjeros, miraban a los concentrados con cierta curiosidad, considerándolos quizás una parte más del espectáculo dominical. ¿Serán sólo eso, una reliquia del pasado?
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