VEO AL ARZOBISPO de Granada, sentado en el banquillo —mejor dicho: en un sillón— de los acusados, y no puedo por menos que compadecerme de él y de todos los que, inocentes mientras no se demuestre lo contrario, son tratados como culpables convictos y confesos en muchos de los juicios celebrados en nuestro país. Este hombre, como digo, quizá por ser quien es, puede hacer descansar su voluminosa persona en un sillón de oficina algo cutre, insuficiente para su tamaño, y no en un banco de madera, pero ni siquiera tiene delante una mesita en la que apoyar los brazos, en la que colocar sus papeles, que supongo contenidos en la cartera que reposa en el suelo. Los fotógrafos, a la caza de tan extraordinaria pieza, lo atosigan con sus cámaras, mientras el clérigo cruza los brazos como diciendo ¡qué le vamos a hacer! Las piernas, dobladas y recogidas, procuran ocultarse a la vista de los demás.
Aunque en la fotografía que tengo en la pantalla sólo aparece el prelado, acusado de “un presunto delito de acoso moral, injurias, calumnias, lesiones y coacciones a un sacerdote”, me imagino a los miembros del tribunal juzgador medio metro por encima de él, instalados en enormes poltronas y luciendo sus almidonadas puñetas o como se llamen esos encajes bordados que muestran sobre las togas. ¿Contribuye esa escenografía a que la gente normal y corriente considere que la justicia, como se dice, emana del pueblo? No lo creo. Si se humilla tan innecesariamente a todo un arzobispo, se preguntará cualquier hijo de vecino, ¿qué no se hará con el común de los mortales?
A la vista del trato que reciben quienes entran como acusados en las salas de juicios, bien pareciera que lo que se presume en nuestro sistema judicial es la culpabilidad y no la inocencia. ¿Contribuirá a ello el empeño de periodistas y locutores en hablar de presuntos autores de un delito cuando debieran decir supuestos? No lo sé. El caso es que, culpable o inocente, sólo por sentarse el acusado en el banquillo tiene una condena.
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