22 de octubre de 2014

Hermanitas de los pobres

LLAMAN a la puerta y una voz dice: "somos las Hermanitas de los Pobres". Abro y me dirijo a quien luego comprobaré que es la única que habla –unos 60 años, pelo blanco, gafas sencillas, mirada franca.

— Buenos días, les digo, les abro por cortesía, pero sintiéndolo mucho no voy a contribuir a su colecta

— ¿No? Bueno, qué le vamos a hacer.

— No quisiera que me interpretaran mal. Reconozco que ustedes se dedican a una tarea encomiable, pero pienso que la caridad no es la mejor forma de acabar con las desigualdades. Debiera haber otros procedimientos.

— ¿Nos conoce, pues, usted?

— ¡Claro! Desde que era niño y vivía muy cerca de donde tenían ustedes la residencia, en aquel enorme solar del paseo de Cánovas. ¡Vaya negocio, por cierto, hizo el obispo LLopis Ivorra comprándoles por dos perras aquellos terrenos para construir un edificio enorme por el que sacó una millonada!


— Sí, es verdad, pero andábamos tan necesitadas de dinero...

— Bueno, pues nada, les deseo éxito en su colecta, créanme que lamento no poder contribuir a ella.

— No pasa nada. Quede usted con Dios

— Gracias, señora, aunque  en realidad yo no creo en ese ser tan extraordinario al que usted se refiere.

— Pero, entonces, ¿qué hacemos en este mundo?

— Pues no lo sé (la segunda monja, mera acompañante, permanece en tal silencio y con tal cara de pasmo, que le pregunto a mi interlocutora si le pasa algo). Yo soy científico -continúo, lo reconozco, tirándome el moco- y el hecho de que no tenga hoy respuestas a ciertas preguntas no hace que dé por buenas interpretaciones mágicas y sobrenaturales...

— Es que eso es cuestión de fe

— ¡Coño -me permito soltar el taco- pues qué puñetero es el hombre ese de las barbas blancas! A usted se la da y a mí, no... ¡No es justo!

— Nunca se sabe, a lo mejor -me dice- en el último momento...

— Mujer, si en ese instante estoy hecho papilla y no me queda una sola neurona, a lo mejor hasta rezo el rosario... Mire: voy a hacer una excepción con ustedes y voy a darles una cantidad simbólica en compensación a su trabajo (he caído en la cuenta de que la buena señora está soportando estoicamente, sin un mal gesto, mi sermón, que debe de resultarle más pesado que el diario del cura del convento).

Llego hasta la mesa sobre la que suelo dejar las llaves y la cartera, saco un billete y con él en la mano me acerco a la monja. La mujer lo mira con un gesto de incredulidad, como si fuera un cheque de dos millones.

— Esto es mucho más de lo que normalmente nos da la gente.

— Pues bien poquito les dan a ustedes.

— Se lo agradezco mucho, es usted una buena persona... No le daré, entonces, el calendario, no creo que le gustase.


— Así es, le digo mientras les estrecho la mano, primero a mi interlocutora y después a la anciana, que sigue como momificada, y pienso que la colección de estampitas (supongo que tantas como días tiene el año) que va  dejando a quienes le abren la puerta le debe parecer casi tan ridícula como a mí (alguna me han dejado años atrás en el buzón).

— Adiós, me ha gustado hablar con usted.

— Lo mismo digo. Les felicito por su trabajo y les deseo suerte en la colecta. Y no se preocupe: Si ustedes están en lo cierto, nos volveremos a ver en el valle de Josafat (la mujer tarda unos instantes en aclararse, pero termina sonriéndome).

Cierro la puerta y oigo que llaman a otros pisos. Nadie les responde.