Hoy, 50 años después, tras muchas otras e inolvidables películas en su haber, lo veo en Amour, el tan bello como triste film de Michael Haneke. Y compruebo que sus más de 80 años no le han hecho perder, más bien al contrario, un ápice de su capacidad de emocionar al espectador. Lo hace de forma tranquila, sin estridencias… profunda.
Viéndolo envejecido, pausado, sereno -grandes surcos en el rostro, voz dulce, grave- no habrá quien dude de hallarse ante un actor de dimensiones astronómicas.