HACE unos días, formando parte del programa de Ágora, el debate peninsular, tuvieron lugar en Cáceres diversas conferencias sobre “Portugal y la familia real española”. Resultaron de interés, aunque en ellas apenas se hablara sobre la monarquía y la república como formas de Estado, tema que habría sido digno de consideración, pues dado que ambos sistemas se hallan asentados a uno y otro lado de la Raya se hubieran podido obtener conclusiones fehacientes sobre sus semejanzas y diferencias, sobre sus respectivos pros y contras.
El caso es que tras ser reiteradamente presentada Villa Giralda – la mansión del Conde de Barcelona mientras vivió en Estoril– como lugar de obligada peregrinación durante el franquismo de todo español demócrata –como si no hubieran sido muchos más los que se vieron obligados a peregrinar a Carabanchel– en una de las conferencias se repitió un argumento muy en boga últimamente para evidenciar la supuesta ventaja de la monarquía –parlamentaria, excuso decirlo– frente a la república. Se preguntó al auditorio si éste podía imaginarse una república presidida por José María Aznar o Felipe González.
Cuando lo oí, y pese a las evidentes diferencias entre los dos personajes, pensé en dos cosas. La primera, que si uno de los políticos citados hubiera llegado algún día a presidir una hipotética república, lo habría hecho porque los españoles lo habrían decidido en una elección democrática. Y no sólo eso, sino que los mismos que lo hubieran colocado allí habrían tenido al cabo de un cierto tiempo la posibilidad de mandarlo a su casa, algo imposible cuando la jefatura del Estado se recibe en herencia. Y la segunda reflexión que me vino a la cabeza fue que, siendo de pesadilla un Aznar presidiendo el Estado, nadie nos libra de que en el futuro pueda ejercer –que no merecer– esa función, como rey, con carácter vitalicio y por simples razones genéticas, alguien aún peor que él. Sobrados ejemplos hay en la historia de España para justificar lo que digo, ¿no creen ustedes?