A SER CIUDADANO se aprende ejerciendo como tal. Y para enseñar a ser buen ciudadano a un joven, nada mejor que predicar con el ejemplo, mostrarse como tal si se está con él en casa o en un aula, sin esperar a que un reloj marque la hora en que hay que hacerlo. Se puede, se debe, enseñar ciudadanía se esté sentado a la mesa o en la clase de Matemáticas.
O sea, y para no andar con rodeos: que lo de la Educación para la Ciudadanía me pareció desde el principio una invención más de las muchas tan bienintencionadas como inútiles que quienes regulan el sistema educativo sin haber pisado la tarima de un aula en su vida se han sacado de la chistera en los últimos años. Las cosas claras.
Ahora bien, sentado lo anterior, hay que ser muy ingenuo para no darse cuenta de que las objeciones que algunos padres, impulsados por organizaciones ultra católicas o partidos políticos tan respetuosos con los derechos humanos como para apoyar la invasión de Irak, han formulado para que sus hijos no cursen una asignatura tan inocua como esa, obedecen a razones estrictamente políticas y no a que dicha disciplina (de la que existen libros de texto tan dispares que algunos los podrían suscribir los más tridentinos de los obispos españoles), constituya una intromisión inaceptable del Estado en el tipo de educación que los padres desean para sus hijos. Por mucho que un tribunal de justicia otorgue cautelarmente y en primera instancia el beneficio de la duda.
A estas alturas de la temporada, pensar que un joven, en un centro de enseñanza público, puede ser adoctrinado -convertido en marxista leninista, por ejemplo- por profesores cuya sensatez y respeto a los chicos hay que dar por sentados, constituye una ofensa a esos docentes y un olvido de que, si en algún lugar se adoctrina a los escolares, no es precisamente en los colegios e institutos públicos, sino en otros que, por cierto, no tienen reparo en mendigar cuantiosas subvenciones de ese Estado cuyas leyes algunos pretenden ignorar cuando les interesa.