RECUERDO haber asistido a los primeros congresos que se celebraron en España, a mediados de los ochenta, sobre el uso de la informática con fines educativos. Con unos ordenadores que harían sonreír hoy al más tierno de nuestros infantes, los más avanzados de los asistentes a aquellas reuniones presentaban meritorios programas en Basic que lo mismo servían para resolver una ecuación de segundo grado que para ordenar alfabéticamente una lista de alumnos. Para poco, verdaderamente, pero entonces parecía mucho.
Más tarde, con los ordenadores presentes ya en muchos hogares y utilizados normalmente en la Administración y en los negocios, las jornadas de ese tipo tuvieron más enjundia. Y un mayor aprovechamiento político. No había congreso en el que los representantes de las diecisiete consejerías de educación no alardearan de lo mucho y bien que se utilizaba la informática en los institutos de sus respectivos territorios. Y cuando llegaba el turno a los extremeños, el anuncio de que cada dos alumnos dispondrían de un ordenador causaba admiración... o perplejidad, según los casos. Al cabo de unos años, comprobada suficientemente la eficacia de aquel desparrame de pupitres y monitores mastodónticos, resultó difícil encontrar a algún representante de nuestra consejería defendiendo lo que, a todas luces, era ya indefendible. Era preferible –parecía desprenderse de la desaparición de aquellos propagandistas del principio– no meneallo.
Bueno, pues ahora nos encontramos con que no van a ser dos ordenadores por alumno, sino uno, portátil y en propiedad, los que van a lograr, de creer en los milagros con tanta fe como nuestros responsables educativos, que Extremadura sea la región española en que la formación escolar alcance, por fin, niveles de excelencia que para sí quisieran los finlandeses... El tesón y la constancia son, ciertamente, virtudes que nuestros jóvenes debieran apreciar en sus mayores; pero la contumacia de algunos de éstos empieza a ser, a mi juicio, francamente preocupante.