RECUERDO el primer mitin dado por Felipe González en la plaza de toros de Cáceres, en las semanas previas a las elecciones de junio de 1977, las primeras tras la muerte del dictador. Entre la numerosa asistencia aún tenían éxito rimas fáciles e ingenuas, como aquella de “España, mañana, será republicana”. En los balconcillos de la plaza lucían, mostradas por un grupo de militantes socialistas que al parecer acompañaban a su líder allá donde fuera, numerosas banderas tricolores.
España, desde luego, no iba a ser republicana, al menos en un futuro cercano, pero en aquellos años nadie en la izquierda se atrevía a defender abiertamente una institución, la Monarquía, que, se quiera o no, era herencia directa del franquismo. ¿No conservan las filmotecas imágenes de cierta sesión en las Cortes franquistas, en julio de 1969? Hay cosas que pueden gustar más o menos y cuya mención puede resultar más o menos adecuada desde el punto de vista de la corrección política, pero la verdad, ya se sabe, es la verdad, dígala Agamenón o su porquero.
Lo que estábamos lejos de suponer, sin embargo, era que aquel joven abogado sevillano, al que la gente veía como la encarnación de ideales largamente mantenidos, fuera a convertirse al cabo del tiempo en defensor a ultranza de la institución de la que anteriormente abominaba. Y así, hoy, tras unas declaraciones de la reina Sofía que rezuman un conservadurismo más bien casposo –aunque un portavoz del PP haya dicho que reflejan el pensamiento de las mujeres españolas y católicas de su edad–, el otrora político republicano sale en defensa de la esposa del jefe del estado, aduciendo que “lo que dice esta señora en el libro –refiriéndose a la autora de la biografía en la que aparecen las discutibles manifestaciones– no se corresponde con el pensamiento que yo conozco de la reina”. Pues muy bien. Pero lo que uno mismo piensa, acaso por no haber estado nunca en La Zarzuela, es justamente todo lo contrario. Que el lector elija con qué opinión se queda.