HAY MUCHAS CIUDADES en el mundo a las que quizás nunca llegará uno, pero a las que tampoco descartó llegar: Viena, por ejemplo, o Berlín, Moscú... A otras, en cambio, se llega sin haberlo esperado nunca, por circunstancias imprevistas. Eso me sucedió a mí recientemente, por razones que no vienen al caso, con Edimburgo, una capital que jamás estuvo en la lista de las candidatas a ser visitadas por este viejo profesor que, por otra parte, es de la opinión de que no hay que alejarse mucho de la propia cuna para conocer todo lo que merece la pena en la vida...
El caso es que hace unas semanas me vi aterrizando, tras un breve vuelo desde Madrid en una compañía de bajo coste, en la capital de Escocia, la del famoso festival de teatro, la ciudad natal o de acogida de científicos como Néper, el inventor de los logaritmos, Darwin o, más recientemente, los creadores, si así se pueden llamar, de la famosísima oveja Dolly, el primer animal clonado. La ciudad universitaria por excelencia, con tres universidades de primer orden para una población que no llega al medio millón de almas.
Pero no tema el lector, pues no voy a fatigarle con una narración de mi viaje ni una descripción, que podrá obtener fácilmente en una guía turística (una muy buena: http://www.edimburgo.org.es) de los muchos lugares dignos de visitarse en esta bellísima ciudad que, en muchos aspectos, recuerda a la no menos bella Salamanca. Voy a hablar de algunas facetas de las costumbres de la gente, de la forma en que los lugareños se relacionan entre sí y con los visitantes.
En primer lugar he de mencionar la extraordinaria educación de todo el mundo. Los thank you y los excuse me son continuos. Incluso los mendigos, pues los hay, se dirigen al viandante con una cortesía que en ocasiones le hace pensar a éste si no se hallará ante nobles venidos a menos... En segundo lugar sorprende la ausencia total de rejas en las ventanas de las muchas viviendas que, de acuerdo con una singular arquitectura, se hallan en las plantas bajas de los edificios o incluso bajo el nivel del suelo, en callejones. Sin rejas, sin persianas, no es raro que mientras uno pasea tranquilamente vea cómo los vecinos de esta o aquella casa conversan sentados en sus sofás, miran la televisión... Nadie parece extrañarse de ello.
El respeto a la estricta ley sobre el consumo de tabaco en lugares públicos es total, de modo que al cabo de unos días, el visitante, mientras saborea el preceptivo whisky de malta en uno de los numerosísimos pubs y bares existentes, no se extrañará de ver salir hasta la puerta de la calle para fumar, ateridos de frío, a fornidos parroquianos que, por su aspecto externo, podría haber sospechado poco amigos de seguir las normas de urbanidad. En plazas y avenidas, abundantes ceniceros permiten que los fumadores dejen en ellos las colillas de sus cigarrillos sin que hayan de arrojarlos al suelo. Previamente, se cuidan de apagarlas con todo esmero.
Los autobuses públicos, aunque caros, como todo en esa ciudad –y por lo que me dicen, en todo el Reino Unido– funcionan impecablemente, y constituyen el principal medio de transporte. En Princes Street, su calle más comercial, es perfectamente posible ver juntos siete, ocho o nueve de ellos, de dos pisos, haciendo sus respectivos recorridos. En la actualidad muchas calles se encuentran levantadas como consecuencia de las obras para la próxima entrada en funcionamiento de modernos tranvías.
Podrían decirse muchas cosas más, pero sólo añadiré una que me llamó poderosamente la atención, y que no sé si es una costumbre exclusiva de esa ciudad o si se dará también en otras: en los parques –maravilloso, por cierto, el Jardín Botánico– se encuentran centenares de bancos de madera, todos iguales, pero con una pequeña placa que los hace singulares, en la que los donadores de cada uno de ellos –pues de eso se trata: de bancos regalados al municipio por particulares– rinden su pequeño y particular homenaje a sus antepasados desaparecidos, abuelos, padres... Las breves leyendas son en ocasiones conmovedoras e incrementan en quien las ve la inevitable sensación de melancolía a la que los prontísimos atardeceres de la ciudad y las maravillosas puestas de sol contribuyen poderosamente.